¿”Qué hora es” o “qué horas son”?
Un artículo publicado recientemente por la edición española de Huffington Post explica que, según la Academia española, la expresión interrogativa “¿qué hora es”? es la preferida por la “norma culta general” del español, aunque reconoce generosamente que la forma plural ¿qué horas son? se emplea en algunas regiones de América Latina, “donde se ha arraigado en el habla popular”, es decir, en el habla de las clases bajas.
La revista expresa que “el idioma español, con su rica diversidad y complejidad, a menudo plantea interrogantes sobre el uso correcto de sus formas y estructuras. Una de estas dudas recurrentes entre los hablantes es la manera apropiada de solicitar la hora. Según la versión española de la revista estadounidense, la Academia también “reconoce la validez de esta forma plural, aunque la considera menos recomendable” (aunque, como suele ocurrir, no explica por qué).
Los autores del texto periodístico parecen desconocer conceptos básicos de la lingüística, así como las nociones de cambio lingüístico (la ley más universal de esa ciencia) y de variedad diatópica, particularmente relevante en una lengua como el español, hablada en veintiún países, así como diastrática (de nivel social).
Según la Huffpost, la construcción en singular se justifica porque la palabra “hora” se entiende en un sentido genérico, refiriéndose al ‘momento del día’ más que a las horas específicas que han transcurrido. Creemos que esto es erróneo; cuando alguien pregunta la hora ¿qué respuesta espera? ¿una del tipo “es la mitad de la tarde" o del tipo “son las 5 y 15”? No decimos es las seis sino son las seis, en España, en cualquier lugar de América y en cualquier estrato social. Es claro que si la respuesta es plural —excepto entre la una y las dos— la pregunta debería ser en plural.
Pensamos que la Academia española no tiene la menor autoridad para afirmar nada sobre “la norma culta general del español”. Como ha dicho el notable lingüista mexicano Luis Fernando Lara, no se puede hablar de un “español general” porque jamás se llevó a cabo ningún estudio para determinar de manera académica qué vocablos, expresiones, fonemas y formas sintácticas abarca ese objeto de estudio tan vago e indefinido y, por tanto, tan desconocido.
Esto significa que la Academia no sabe, ni tiene autoridad para afirmar que una u otra forma es “preferible”. Mucho menos le cabe manejar el nebuloso concepto de “validez” ni la osada afirmación de que ¿qué horas son? es “menos recomendable” que ¿qué hora es? Estamos acostumbrados, porque nos lo han metido en cabeza desde la niñez, que la Academia Española tiene la “última palabra” en materia de normativa del español.
Sugiero ver al respecto mi artículo Asale: un departamento de la RAE (2013).
Con respecto a la supuesta autoridad de la “docta casa” madrileña, veamos lo que decía el académico Manuel Seco (1928-2021) en su Gramática esencial del español (Espasa Calpe, 1995:258):
La autoridad que desde el principio se atribuyó oficialmente a la Academia en materia de lengua, unida a la alta calidad de la primera de sus obras, hizo que se implantase en muchos hablantes —españoles y americanos—, hasta hoy, la creencia de que la Academia “dictamina” lo que debe y lo que no debe decirse. Incluso entre personas cultas es frecuente oír que tal palabra “no está admitida” por la Academia y, por tanto, “no existe” o “no es correcta”.
En esta actitud respecto a la Academia hay un error fundamental, el de considerar que alguien —sea una persona o una corporación— tiene autoridad para legislar sobre la lengua.
Como argumento para respaldar su autoridad en todo el mundo hispánico, la casa madrileña suele mencionar la Asociación de Academias (Asale), que fue parida de su vientre, pero que controla férreamente desde Madrid. Asale tiene su domicilio en la calle Felipe IV de la capital española, en propia Academia, donde debe habitar en algún cajón. De acuerdo con los estatutos de Asale, su presidente es el director de la Academia española, y su secretario, un académico de número de la casa madrileña.
La RAE sostiene, como su caballo de batalla, la convicción de que le cabe una misión rectora en la lengua de 498 millones de hablantes nativos, cuando, en realidad, se trata apenas de un proyecto de poder del Reino de España y de las trasnacionales con sede en Madrid, Bilbao o Barcelona.