Cuando Shakespeare conoció al Quijote
Fueron estrictamente contemporáneos, lo que dio lugar a numerosas fantasías literarias sobre un encuentro entre ambos
Cada año, el Día Internacional del Libro se celebra el 23 de abril en conmemoración de la muerte de Miguel de Cervantes y de William Shakespeare (y del Inca Garcilaso) ese día en 1616. Pero debajo de esta coincidencia, se escondería un encuentro aún mayor: el hecho de que Shakespeare habría leído «Don Quijote de la Mancha» y escrito una obra protagonizada por uno de los personajes de la novela de Cervantes. El escritor y crítico argentino Carlos Gamerro, especialista en la materia, despliega los fascinantes rastros que la literatura española de entonces fue dejando en la inglesa ―adaptaciones, citas, homenajes, traducciones, versiones, personajes―, y que llevarían al «Cardenio», ese Santo Grial literario que eruditos, devotos y detectives literarios todavía se empecinan en encontrar en alguna biblioteca europea.
Nunca se conocieron en vida que sepamos, aunque fueron tan estrictamente contemporáneos que murieron en la misma fecha, el 23 de abril de 1616, pero no en el mismo día, ya que Inglaterra y España se regían por calendarios distintos, el juliano y el gregoriano respectivamente: el más celebrado de los escritores ingleses murió diez días después de su contraparte española. Aun así, esta casi perfecta contemporaneidad ha dado pie a numerosas recreaciones imaginarias de la anhelada reunión cumbre: en su Encuentro en Valladolid, Anthony Burgess imagina que William Shakespeare viaja a esa ciudad española en 1605, como integrante de una comitiva encargada de refrendar el acuerdo de paz entre Inglaterra y España, y asiste a una corrida de toros, donde salen al ruedo un viejo caballero en armadura de cartón, montado sobre un caballo escuálido, y un gordito chupandín cabalgando un asno, y se llena de envidia al enterarse que han salido de las páginas de una novela reciente («¿Qué es una novela?», pregunta Dick Burbage, el trágico de la compañía). Shakespeare tendrá luego una larga discusión con su autor, un tal Miguel de Cervantes, que critica severamente su Tito Andrónico y a los ingleses en general: vaya uno a saber por qué, Burgess presenta al amigable y afablemente irónico autor que dejan adivinar sus prólogos y otros escritos en primera persona como un severo y muy literal Torquemada. Pero su relato tiene al menos el decoro de no imponernos una relación que vaya más allá del común oficio y sus tópicos; menos circunspecta, en su film Miguel y William (2007) Inés París imagina un encuentro de juventud y una rivalidad que excede lo literario para adentrarse en el terreno amoroso.
Pero los encuentros personales entre grandes escritores (u otros grandes artistas, para el caso) tienen muchas veces la saludable virtud de ser absolutamente decepcionantes; tal vez el caso más famoso –e ilustrativo– fue el de Marcel Proust y James Joyce, que tuvo lugar en el Hôtel Majestic de París, en mayo de 1922: frente a los ávidos oídos de los presentes, que no querían perderse palabra del diálogo literario del siglo, no fueron más allá de confesarse un gusto compartido por las trufas o, según otras versiones, quejarse de sus respectivas dolencias, de estómago el local, de la vista el visitante.
Los contactos tal vez menos espectaculares, pero muchas veces más significativos, y productivos, son en cambio los que se establecen cuando los escritores se conocen a través de sus respectivas obras. En el caso que nos ocupa, todo indica que no fue simétrico: Shakespeare supo de Cervantes, y escribió, en colaboración con el joven John Fletcher, una obra de teatro, hoy perdida, titulada Cardenio, o tal vez The History of Cardenio, basada en un episodio de la primera parte del Quijote. Para Cervantes, en cambio, Shakespeare nunca existió, de ningún modo.
La historia de este encuentro, que involucra a unos cuantos personajes menos famosos que los dos más famosos, comienza en 1612, con la publicación de The History of the Valorous and Wittie Knight-Errant Don-Quixote of the Mancha, la primera traducción del Quijote al inglés, realizada por el irlandés Thomas Shelton. Poco o nada se sabe del mismo: puede haber estudiado en Salamanca; puede haber participado en alguna de las muchas rebeliones contra la ocupación inglesa, lideradas por aquel entonces por Hugh O'Neill de Tyrone; puede haber residido en los Países Bajos Españoles; sí sabemos con certeza que la edición que utilizó fue la publicada en Bruselas en 1607, y que completaría su tarea con la traducción de la Segunda parte en 1620.
Pero la novela de Cervantes ya era conocida con anterioridad en Londres. Es posible que la traducción de Shelton haya circulado en forma manuscrita, algo muy habitual en la época; y también que algunos autores supieran suficiente español para leerla en el original: parece haber sido el caso de Fletcher. La relación entre ambas literaturas era tan intensa como unilateral: los ingleses leían profusamente a los españoles, los españoles pusieron parejo empeño en ignorarlo todo acerca de sus inveterados enemigos. El Lazarillo de Tormes había sido traducido en 1586; las novelas de caballerías Palmerín de Oliva y Amadís de Gaula en 1588 y 1589; Shakespeare incorporó personajes y situaciones de la primera novela pastoril española, la Diana de Jorge de Montemayor, a su Los dos caballeros de Verona; más cerca de nuestro tema, la obra de Francis Beaumont, El caballero de la maza ardiente, estrenada hacia 1608, incluye la figura de un aprendiz de almacenero que decide hacerse caballero andante y espectadores que transgreden los límites entre realidad y ficción al abandonar sus asientos para subir a escena y alterar el curso de la obra, evocando a Cervantes y anticipando a Pirandello. The Second Maiden's Tragedy, una tragedia de venganza de 1611, toma su trama secundaria de la «Novela del curioso impertinente» incluida en la primera parte del Quijote; y hay referencias explícitas a la novela de Cervantes en obras de Ben Jonson, como Epiceno (1609) y El alquimista (1610), y en varias de las obras teatrales escritas a dúo por Beaumont y Fletcher.
Shakespeare supo de Cervantes, y escribió, en colaboración con el joven John Fletcher, una obra de teatro, hoy perdida, titulada Cardenio, o tal vez The History of Cardenio, basada en un episodio de la primera parte del Quijote. Para Cervantes, en cambio, Shakespeare nunca existió.
Sabemos de la existencia de Cardenio por los registros de cuentas del tesoro real de Inglaterra: la obra fue representada en la corte por los King's Men en mayo de 1613, en el contexto de los festejos de la boda de la princesa Isabel, hija de Jacobo I, y Federico, príncipe elector del Palatinado; y luego ante el duque de Saboya, en julio del mismo año. Fue, con toda probabilidad, la primera colaboración entre Shakespeare y Fletcher; ambos trabajarían luego en Enrique VIII y Dos nobles de la misma sangre, tras lo cual Shakespeare se retiró definitivamente del teatro, dejando el puesto de autor principal en manos de Fletcher. «Una mañana lo sobrecogieron el hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y tantos desdichados amantes que convergen, divergen y melodiosamente agonizan. Aquel mismo día resolvió la venta de su teatro», evoca Borges aquel momento en su Everything and Nothing. Sin ánimo de profanar su deslumbrante texto con pedestres consideraciones materiales, hay que decir que éstas no fueron del todo ajenas a su decisión: la total destrucción del Globe, en un incendio ocurrido durante una representación de Enrique VIII, cuando el disparo del cañoncito encendió el techo de paja, y la necesidad de financiar la reconstrucción del mismo (esta vez con techo de tejas) puede haberlo inducido a dedicarse a negocios más rentables: regresado a Stratford-upon-Avon, Shakespeare «fue un empresario retirado que ha hecho fortuna y a quien le interesan los préstamos, los litigios y la pequeña usura» (nuevamente Borges, ahora también él resignado a la veta materialista del excelso poeta).
John Fletcher no era lo que se dice un gran dramaturgo, y hoy en día es infrecuente, y tal vez inconcebible, ver representada a ninguna de sus obras, aunque El domador domado, una secuela de La fierecilla domada en la cual María, la segunda mujer de Petrucho, le pone los puntos y encabeza una rebelión de mujeres a lo Lisístrata, podría resultar atractiva para los públicos actuales, que aplaudirían sin duda versos como estos: «[Los hombres] no deben ser los tiranos de sus esposas / ni tampoco deben las mujeres tras ver esta obra, / insultar o subyugar, pues su objetivo / es enseñar a ambos sexos la debida igualdad / y, como corresponde, amarse mutuamente». Las revisiones políticamente correctas de los clásicos, se ve, no son un invento tan reciente como creemos.
Pero las obras que escribió con Beaumont conocieron un éxito fenomenal, popularizando el género de los romances o tragicomedias, que también abrazaría Shakespeare en sus últimas piezas, de Pericles a La tempestad, tal vez por influjo de la popularidad de las de estos dos jóvenes – la influencia no siempre viaja de los más mejores a los menos mejores, y el Shakespeare de entonces no era el dios del Parnaso que hoy veneramos sino un empresario que tenía que llenar teatros, y en eso la moda, ayer como hoy, es la que dicta. Por lo mismo, no hay que asombrarse del hecho de que el gran William escribiera a dúo con dramaturgos que hoy consideramos muy inferiores: en la escritura teatral la colaboración no era la excepción sino la norma; no se trataba de un género literario prestigioso, como lo es hoy. El estatuto de la obra teatral se parecía mucho más al que tienen en la actualidad el guion de cine o de televisión: el autor la vendía y ya dejaba de pertenecerle, y el empresario o la compañía que la compraba podían hacer con ella lo que quisieran; recortarla, ampliarla, hacerla pasar por varias manos…
La colaboración entre Shakespeare y Fletcher nunca fue tan estrecha como la de Fletcher y Beaumont, que no sólo escribían juntos sino que vivían en la misma casa, compartiendo además los vestidos y la mujer, una joven llamada Joan que siguió junto a Fletcher cuando Beaumont abandonó esta sociedad tan completa para casarse con una rica heredera (no le fue tan bien: la riqueza fue menor de la esperada y tal vez por la decepción sufrió un derrame que lo llevaría a la muerte a sus tempranos treintaiún años). Fue justamente cuando Beaumont lo abandonó que Fletcher inició, tal vez sin demasiado entusiasmo y no pocos reparos, su colaboración con Shakespeare. No deja de ser interesante que la primera historia que acometieron juntos fuera la de dos jóvenes de parecida edad y condición, y una amistad que se termina, intercalada en la historia mayor de una amistad que se construye entre dos personajes diferentes en todo, como lo son don Quijote y Sancho. Es probable que fuera Fletcher quien llevara a Shakespeare la idea de adaptar una parte del Quijote para la escena: hay, como señalamos, numerosas remisiones a la novela de Cervantes en sus anteriores piezas, y todo parece indicar que sabía suficiente español para leerla en el original; mientras que no hay referencia alguna al Quijote en la obra previa de Shakespeare.
¿Qué hicieron Fletcher y Shakespeare con el episodio de Cardenio incluido en el Quijote? No sabemos. La única pista que tenemos es una obra titulada Double Falsehood (Doble engaño), estrenada en Londres en 1727. Su autor, Lewis Theobald, aseguró que estaba basada en el original de Shakespeare que él conservaba en su biblioteca, pero su biblioteca se incendió y con ella toda prueba de su aserto. Lo cual no deja de ser un alivio, ya que la obra de Theobald es malísima.
En el Quijote, la historia de Cardenio comienza cuando el caballero y su escudero se internan en la Sierra Morena, tras el desafortunado incidente de la liberación de los galeotes; allí se topan con el tal Cardenio, un joven de buena cuna pero ahora vestido de harapos y enloquecido. En uno de sus momentos de cordura accede a contarles su historia: enamorado desde la edad más temprana de la hermosa Luscinda, titubea a la hora de pedirle a su propio padre su consentimiento para el matrimonio, y mientras se angustia y da vueltas, éste recibe una carta del duque local, que se lo pide de compañero para su hijo, don Fernando. Este resulta un joven enamoradizo y no muy escrupuloso, quien tras desvirgar a la bella Dorotea, hija de labradores ricos, con amenazas y una falsa promesa de casamiento, decide hurtarle el bulto a las posibles consecuencias haciendo una visita a las tierras de Cardenio, en Andalucía. Por el camino se entera por boca de su incauto amigo de las muchas bondades de Luscinda, alguna de las cuales tendrá oportunidad de apreciar por sí mismo cuando el propio Cardenio se la muestre a través de una ventana, dormida y medio desnuda. Al punto se lo saca de encima con la excusa de buscar dinero para comprar unos caballos, y pide la mano de Luscinda al padre de ésta, el cual advirtiendo las ventajas del nuevo candidato y medio harto de las vueltas de Cardenio, asiente con vehemencia. No así Luscinda, que logra hacerle llegar una carta a su prometido, y cuando este llega, para encontrarla ya vestida de boda, le muestra el puñal con el que piensa darse muerte antes de darle el sí a su traidor amigo. Lejos de disuadirla, Cardenio asiente entusiasta, y promete secundarla desenvainando contra el pérfido, o contra sí mismo si la suerte no lo favorece. Pero después se esconde tras un tapiz, convertido en mero espectador pasivo y algo perverso de la tragedia de su vida, y cuando Luscinda en lugar de matarse da un sí desmayado, se siente traicionado, se aleja del lugar alelado y se interna en el bosque donde lo encontrarán, seis meses después, don Quijote y Sancho. Inspirado por las cuitas del joven Cardenio, y por los libros de caballerías que ha leído, don Quijote decide hacer penitencia de amor por Dulcinea, y envía a Sancho al Toboso para que se lo cuente, pero en el camino éste se topa con el cura y el barbero que buscan a su amo, y juntos vuelven a la sierra donde se encuentran a la engañada Dorotea vestida de muchacho, que les cuenta, a ellos y a Cardenio que también se aparece por ahí, que la boda nunca tuvo lugar, pues Luscinda ocultaba en el pecho un papel donde afirmaba ser esposa de Cardenio, junto con la daga con la que el mosqueado don Fernando trató de apuñalarla. Para sacar a don Quijote de la sierra, Dorotea acepta hacerse pasar por la princesa Micomicona, despojada por un malvado gigante de su reino, y todos terminan en una venta, adonde también llegan don Fernando y Luscinda, secuestrada por éste de un convento. Caen las máscaras que todos llevaban, Dorotea recuerda a don Fernando su promesa, Luscinda se abraza a Cardenio, y todo se arregla. Don Quijote, que previamente había entrado en batalla sonámbula con unos cueros de vino tinto, creyendo que se trataba del gigante que tenía que matar, es encerrado en una jaula como por encantamiento y conducido de regreso a su aldea.
¿Qué hicieron Fletcher y Shakespeare con todo esto? Lo cierto es que no sabemos. La única pista que tenemos es una obra titulada Double Falsehood (Doble engaño), estrenada en el Theatre Royal de Londres en 1727. Su autor, Lewis Theobald, uno de los grandes nombres de la crítica shakesperiana (Su Shakespeare Restored tuvo la osadía de criticar y corregir la edición de Alexander Pope, que le devolvió el favor convirtiéndolo en protagonista de su Dunciad, que podría traducirse como La idiotíada o La asníada) aseguró que estaba basada en el original de Shakespeare que él conservaba en su biblioteca, pero su biblioteca se incendió y con ella toda prueba de su aserto. Double Falsehood, hoy editada en la prestigiosa The Arden Shakespeare, aunque con prudente escamoteo de autoría, está indudablemente basada en la historia de Cardenio del Quijote, pero nada nos garantiza que haya estado basada también en la perdida pieza de Fletcher y Shakespeare, y que poco o mucho de ésta haya sobrevivido en aquella. El siglo XVIII y el temprano siglo XIX no compartían la superstición actual que hace de cualquier alteración del texto del Bardo un sacrilegio, incluso en las adaptaciones cinematográficas (ningún otro autor puede alardear de semejante privilegio, ni siquiera Dios, cuyas Escrituras suelen alterarse libremente al pasar de boca del Espíritu Santo a la pantalla grande o chica): por dar sólo un ejemplo, la más intransigente y desolada de sus tragedias, Rey Lear, entre 1680 y 1840 era representada en la sentimental adaptación de Nahum Tate, que incluía un romance entre Cordelia y Edgar y un final feliz en el que ésta sobrevivía y su padre recuperaba la corona. La pieza de Theobald, entonces, bien puede estar basada en la perdida Cardenio, y al mismo tiempo ser tan diferente que anule toda esperanza de guiarnos de regreso a ella.
Lo cual no deja de ser un alivio, ya que la obra de Theobald es malísima, y seria doloroso imaginar que la obra surgida del magno encuentro de Cervantes y Shakespeare pueda serlo en igual medida. Cardenio se llama ahora Julio, Luscinda es Leonora, don Fernando Henríquez y Dorotea Violante, pero eso no sería grave si se conservaran o intensificaran los rasgos que los definían en el original de Cervantes y, quién sabe, en la adaptación de Fletcher y Shakespeare. El momento más interesante, psicológicamente hablando, cuando Cardenio se esconde tras el tapiz para contemplar cómo le birlan la novia en sus narices, que tan bien captura la fascinación paralizante de esas situaciones que hacen de nosotros testigos temblequeantes de nuestra propia vida, se vuelve aquí, de modo mucho más banal, acción frustrada y melodrama berreta: Julio interrumpe la boda y es echado a patadas por los secuaces de Henríquez. La ausencia más sentida, de todos modos, es la de don Quijote y Sancho, que son quirúrgicamente extirpados de la trama, y junto con ellos el deleite que generan en el original de Cervantes: los mejores momentos de la historia de Cardenio, son sin duda aquellos en que los dos están presentes: la penitencia de amor de don Quijote, hecha a imitación de Amadís y de Orlando; la misiva a Dulcinea que se le pierde a Sancho junto con la «libranza pollinesca»; la descomunal batalla contra los cueros de vino tinto. ¿Los habrán condenado al mismo exilio Fletcher y Shakespeare? Es posible, aunque sí se habían hecho presentes en una adaptación teatral aún más temprana, Don Quijote de la Mancha (c. 1606-1608) de Guillén de Castro (también autor de Las mocedades del Cid) y recuperada para la crítica y la historia por Roger Chartier en lo que es hasta hoy el estudio más pormenorizado de nuestro asunto, Cardenio entre Cervantes y Shakespeare (Gallimard, 2011; Gedisa, 2012).
Es probable que fuera Fletcher quien llevara a Shakespeare la idea de adaptar una parte del Quijote para la escena: hay numerosas remisiones a la novela de Cervantes en sus anteriores piezas, y todo parece indicar que sabía suficiente español para leerla en el original; mientras que no hay referencia alguna al Quijote en la obra previa de Shakespeare.
Pero hay otros momentos en que se cuela sugestiva, por las grietas del revoque presumiblemente aplicado por Theobald, la luz potencialmente shakesperiana: «¿Has visto alguna vez al fénix de este mundo, / el ave del paraíso?... / Yo sí, y descubrí sus dominios, y la sede / de su especiado nido; hasta que, como un tonto crédulo, / mostré el tesoro a un amigo en que confiaba, / y él me la robó».
Fragmentos como éste han tentado y seguirán tentando a detectives literarios; pero en tanto esperamos que aparezca, en alguna remota biblioteca europea o americana, el improbable manuscrito, o la desconocida edición en folio o quarto, deberemos contentarnos con reconstrucciones más o menos imaginarias, como la de Gary Taylor de 2009, que desadapta Double Falsehood para llevar a cabo una reconstrucción conjetural lo que pudo haber sido la pieza de Fletcher y Shakespeare, reincorporando a don Quijote y Sancho; Taylor fue también co-editor, junto con David Carnegie, de The Quest for Cardenio: Shakespeare, Fletcher, Cervantes and the Lost Play, 2012. Bernard Richards, también en 2009, estrenó una versión titulada Cardenio, que pone en escena la violación de Dorotea/Violante, y también escenifica el secuestro de Luscinda/Leonora, que lleva a cabo don Fernando/Henríquez vestido de fraile. El crítico shakesperiano Stephen Greenblatt escribió, junto con Charles Mee, una obra también titulada Cardenio, que trae la acción al presente, incluye partes de Double Falsehood como obra dentro de la obra (a la manera de la «muy lamentable comedia» sobre Píramo y Tisbe en Sueño de una noche de verano y «La ratonera» en Hamlet) y se apoya, más que en la historia de Cardenio, en «La novela del curioso impertinente», como ya había hecho el anónimo autor de The Second Maiden's Tragedy. La reconstrucción más ambiciosa ha sido hasta ahora la encarada por Gregory Doran, director de la Royal Shakespeare Company, quien en 2011 estrenó en el Swan Theatre de Stratford-upon-Avon una versión titulada Cardenio. Shakespeare's 'Lost Play' Re-imagined. El método seguido por Doran, co-autor de la adaptación junto con el dramaturgo español Antonio Álamo, fue el de reparar las partes dañadas (por Theobald, presumiblemente) de la obra original de Fletcher y Shakespeare recurriendo al tejido verbal del original de Cervantes, un poco como el científico de Jurassic Park repara las secuencias incompletas del ADN de dinosaurio con material genético de especies actuales; pero una vez más dejando fuera a don Quijote y Sancho. Mi propia novela Cardenio (2016) trata de imaginar, antes que la obra en sí, el proceso creativo de Fletcher y Shakespeare, la gradual y no siempre armónica gestación de ese tercer hombre que, según Borges, debe ser el desiderátum de la colaboración literaria y que incluye, en esta recreación ficcional, no sólo a los dos dramaturgos ingleses y al novelista español, sino también a la joven Joan y amigos como Ben Jonson, Thomas Middleton y (desde la muerte) Christopher Marlowe.