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Defensa del habla vulgar

Mario Amengual *

Aunque el título permita presunciones erradas o dé a entender una polémica por abrirse en la apocada sociedad venezolana, sólo pretende ser un asomo a un tema apenas mencionado, pero presente cada día en las más diversas circunstancias. Quizás de tanto oír a engolados oradores, a políticos que los medios de comunicación comercializan o pretenden convertir en ídolos, a docentes que labran su prestigio con la falta de sencillez y, en ocasiones, a algunos candidatos a la República de las Letras, cuyas más queridas aspiraciones alcanzan feliz término en una antología regional, nos hemos acostumbrado a entender el lenguaje como un asunto de poquísimos conocedores, al cual no puede acceder el vulgo por falta de perlas y títulos. Pero nunca es demasiado tarde para ir contra prejuicios y quitar algunas mamparas que suelen hacerse hábito y ocultar mayores pobrezas.

De los institutos de educación superior (designación estrictamente formal) egresan trullas de profesionales obligados, por imposiciones de la época, a suplir sus muchas carencias con accesorios técnicos y un escaso vocabulario que apenas alcanza la combinación de verbos bastardos, como implementar, con el sustantivo política o mecanismo, teñido con anglicismos al día, como marketing o coaching. Por otro lado, del variopinto gremio artístico o intelectual, la situación no es menos uniforme: basta explayarse sobre la otredad, sobre divagaciones afrancesadas de la posmodernidad, aliñadas con sutilezas ganosas de ser incomprendidas para simular profundidad. Sólo resta agregar la aturdidora insistencia de la mayoría de los programas de la radio y la televisión, y el desatado narcisismo de tanto neoanalfabeto (ese que sabe leer y escribir pero no se cansa de patear el idioma) en las redes sociales, para que estemos en el cementerio de la lengua.

En cada uno de esos mundillos se profesa, sin decirlo abiertamente, un absoluto desprecio por las galas del habla popular, porque se considera que el lenguaje en las relaciones laborales, en los negocios y en las reuniones de especialistas, luce mejor mientras no aparezca “contaminado” por ese sabor que le da la metáfora o el símil más cercanos al patrimonio lingüístico que sobrevive a pesar de todos los dislates y de todas las asechanzas de esta “época insubstancial”, como la llamó Pedro Salinas. Hay, por razones de tergiversada jerarquía social, afán de diferenciarse de todo cuanto en nuestros días se juzga plebeyo y falto de preponderancia, sobre todo si ésta es económica. Hay en esta pésima comedia una actitud solapada bastante parecida a la que Wilhelm Reich definió, en lo moral, como “la plaga emocional”. Y si acaso suena inverosímil, o paso yo por deslenguado, súmese en calidad de observador a una reunión de profesionales o técnicos superiores o de gente del “mundo intelectual”, y encontrará que los contertulios, después de unos cuantos tragos, se sobran en chabacanería e impropiedades, y verá bien lejos la delicadeza y el sopesar las palabras, que no siempre escasean en quienes no han sido titulados por los establecimientos de la educación superior o no presumen por la publicación de textos de cualquier género.

Esa común pedantería se ilustra mejor con ejemplos, y ya adivino que algunos lectores pensarán que elogio lo que critico: poca o ninguna propiedad en el decir y, por encima de todo, la insolencia y el epíteto arrabalero. En cualquier caso, prefiero la ordinariez espontánea a la petulancia de quien por pocos libros leídos ya se cree rector del buen decir.

¿Lenguaje cortés o rebuscado?

Los hombres, más aún los latinoamericanos, según es fama, acostumbramos dejar que nuestros ojos persigan y detallen a las mujeres hermosas (que están buenas). Resulta que en uno de mis intentos de comerciante entró a mi tienda una de esas muchachas que nos raptan el mirar y nos alborotan la virilidad; para colmo, me había dedicado a la venta de ropa íntima femenina y, siguiendo los principios del buen vendedor, debía recomendarle las tallas (que no eran pocas) y los modelos que se avinieran con su figura. La conversación fue grata y algo lujuriosa; la venta, más modesta que mis aspiraciones. Para el momento estaba de visita en mi tienda un joven de los que escriben y leen algo y presumen mucho, quien se limitó a escuchar sin esforzarse por hacer notoria su presencia. Apenas la muchacha se fue, me dijo: “Esa niña parece una modelo de Rubens, de esa fisicalidad que el modelaje femenino contemporáneo ha obliterado”.

Tal vez no le faltaba razón, pero abusó de sus incipientes conocimientos pictóricos. En cambio, el encargado de una tienda vecina, que la estuvo observando con cierto repugnante descaro, no tardó en decirme:

—Esa jeva está más sabrosa que comé con las manos.

La primera opinión es más, digamos, sutil, pero puedo asegurar que fue menos sincera. A la otra se lo juego todo: en ella se expresa con mayor franqueza y menos adornos lo que un hombre siente ante una mujer que le descarrila la cordura y muchas veces la delicadeza. No está de más advertir que si se me obligara a escoger una de esas dos opiniones, rechazaría ambas: sólo me interesa reseñar el contraste, la diferencia entre dos formas de expresión.

Un entrenador pulido

Hace unos años formaba yo parte de un equipo de fútbol que dirigía uno de esos ligeros ilustrados en cursillos del Instituto Nacional de Deportes y, posteriormente, con muchos méritos, en un instituto pedagógico. Habíamos llegado a la final del campeonato estatal de primera categoría, más por las habilidades de nuestros delanteros que por las tácticas de nuestro entrenador. Una vez presentada la alineación para ese partido decisivo, el entrenador comenzó a explicarnos lo que él llamaba “el esquema de juego a implementar”. De ahí en adelante se fajó a definir posiciones: cómo debían actuar los laterales, el medio campo y la delantera, según lo había hecho la naranja mecánica de Cruyff, con algo de elegancia y clase brasileña. Cuando terminó sus detalladas instrucciones, nuestro mejor jugador, precisamente, que metía goles pero no había pasado del sexto grado, me preguntó:

—Por fin, ¿voy en punta o juego retrasado?

Nuestro entrenador se sobró en una terminología que gana puntos en la defensa de una tesis de grado en un pedagógico y olvidó una de las virtudes de un buen pedagogo: enseñar aclarando términos, si éstos no son comunes y no puede evitar mencionarlos. Además, habló más para lucirse y aparentar experiencia en el fútbol, que para movernos a jugar de cierta manera; al fin y al cabo, ganamos el campeonato, porque jugamos, como suele decirse, echándole bolas, sin naranja mecánica ni clase brasileña.

No quiero parecer defensor incondicional del hablar atropellado, soez y sin recato; antes prefiero el tono pausado, modesto, sin afanes de lucir lenguaje moldeado por modas académicas o comerciales o por el periodismo irreflexivo. De eso no se trata. Si me piden una declaración o algo parecido, adelantaría sin demora que más aprende uno, en punto a lengua y alma, en poetas que ya nadie quiere leer y en las bregas callejeras que en cualquier élite, donde se forja un lenguaje destinado a la persuasión y el dominio.

Mis convicciones se las debo a muchos diálogos de barra, andanzas por doquier y a algo de preservada curiosidad. Procuro guardarme de todo derecho a la razón, pero jamás me abandona esta pregunta: ¿quién hace más daño a nuestro patrimonio lingüístico, aquel que posee un habla domesticada por la política, la sociología, el envenenamiento literatoso y la mala prensa o aquel que, pese a sus limitaciones escolares y al torpedeo de los medios de comunicación, nos dice con el corazón en la mano: “usté es mi amigo y los demás son pendejadas”? Aquél se aprende y se acostumbra a un código para el “mareo”; el otro, y pónganle la denominación y catadura que les plazca, pertenece al cada vez más estrecho reino del decir cordial.

El peor de los insultos

Mi padre, cuando se iniciaba como juez, tuvo en su tribunal un caso que siempre recordaba. Se presentó una demanda por lesiones contra un ciudadano, pues un vecino con quien no encontró términos de arreglo en cuanto a sus propiedades colindantes solía, en cada borrachera (por lo menos todos los sábados), ofenderlo con los más bajos calificativos (mentadas de madre en primer lugar), hasta que un buen día, después de haber soportado los insultos más procaces, no pudo tolerar que el malhablado vecino lo llamara individuo, a lo cual respondió con golpes, patadas y mordiscos. Durante el interrogatorio de rigor quiso saber mi padre acerca de su desmedido proceder y el hombre le contestó:

—Mire, doctor, yo puedo soportar cualquier vaina, pero ese hombre —y lo señalaba como a un Judas— me ha mentado la madre, me ha dicho hijo de puta, me ha dicho desgraciado, me ha dicho de todo, pero que me diga individuo… Eso… Eso no se lo aguanto a nadie.

En principio le fue difícil a mi padre saber dónde estribaba la ofensa. Con el tiempo supo que aquel hombre entendió que la palabra individuo era insultante, porque le había oído decir a un profesor amigo suyo que “en cualquier sociedad el individuo, en sí, no significa nada”. Dejo, entonces, toda interpretación por cuenta del lector, no sin añadir que no son pocas las palabras que circulan con un significado confuso o ajeno al verdadero, como calumnias o licores adulterados.

¿Quién pasará la factura?

La gente adora los eufemismos. Un pariente mío ha condenado en mi hablar, y en un texto que le di a leer, la palabra arrechera, nuestra forma más criolla de llamar la ira. Basa su argumento en que antes era sinónimo de estar en celo; sólo me quedó responderle que me atengo al diccionario del habla cotidiana, donde, supongo, adquirió aquel significado porque el celo prolongado, si no encuentra alivio, produce mal humor (es decir, arrechera).

Más graves se presentan los eufemismos cuando se trata de elucidar cualquier tendencia en las desiguales competencias geopolíticas. Si se dice de alguna nación que se ha tornado sensata y se ha acogido al modelo apropiado de desarrollo, es porque ha obedecido sin puntos de disidencia las recetas que dictan los “centros del poder mundial”, cuya hegemonía envidiarían los más célebres autócratas del siglo veinte. Y ya sabemos de sobra el significado de democracia en boca de algunos presidentes estadounidenses y en la verborrea de devotos del marxismo.

También a la gente de la calle, al pueblo, como se dice, llega esa nefasta manipulación del lenguaje. Cuando aumenta el costo del pasaje del transporte público, no fallan en los autobuses y carros por puesto letreros más o menos así: “En acuerdo con las autoridades el precio del pasaje tendrá un ajuste de tantos bolívares”. Así entramos todos en la trampa, bailando al son del disimulo y los intereses propios, y nuestro lenguaje, ya castrado por la farsa, revela el espectro de la época. Preferimos disfrazar que decir: después de todo triunfaron los sofistas.

Más vale precisión que honra

Una señora paró en arrechera más por la manera como le contaron un hecho que por lo que sucedió, pese a estar su honra en juego. Una vecina, de cuya discreción no dudaba, le refirió que a su hija menor, su consentida, “la habían visto haciendo el amor con su novio en el carro de él”. La señora, aunque golpeada por la noticia, salió al paso de esta manera:

—Yo sé que a mi hija la vieron tirando, ¡qué buena vaina! Ya pasado lo que pasó, lo único que le pido a Dios es que hayan tirado bien, porque eso de hacer el amor me suena a hipocresía, a falta de ella como mujer y a falta de él como hombre, y en estos asuntos el pecado no es el deseo, el pecado está en no darle buen provecho al deseo.

De aquí podemos deducir, entonces, que no sólo en las academias están quienes aprecian la corrección en el hablar, ni sólo algunos poetas detestan el lenguaje falaz.

Lo que dijo un vikingo

Sospecho que, gracias a las famosas tiras cómicas de Olafo, quien siempre aparece cargando un saco lleno de los productos de sus saqueos, en casi todos los pueblos de Aragua se les llama vikingos a aquellos borrachitos que suelen cargar un saco lleno de botellas o latas reciclables, cuya venta les proporciona el dinero suficiente para comprar su carterita de aguardiente (y el gusto por empinar el codo también los emparenta con Olafo). Algunos ni siquiera cargan el saco, pero la denominación de vikingo se ha extendido a quienes sobrellevan su indigencia bebiendo todo el día en las calles y plazas y duermen donde los agarra el sueño. Así, las calles de Venezuela cada día se adornan más con estos personajes que degeneran en el alcoholismo paupérrimo y no tienen hogar ni mejor compañía que licores quemantes y baratos y perros mugrientos.

Una tarde, uno de esos vikingos entró a una tasca donde un grupo de amigos bebíamos y conversábamos alegremente, y pasaba mesa por mesa pidiendo, con toda sinceridad, algo de plata que le sirviera “para completar para una botellita”. El vikingo vestía ropa vieja y desgastada, pero limpia, y se expresaba con mucho respeto y discreción, por lo cual nos pareció justo regalarle algunos bolívares. Pero cuando se acercó a otra mesa, donde unos señores hacían lo imposible por hacerse notorios hablando de mucho dinero a todo gañote y ostentando caras prendas de oro, recibió palabras de desprecio, tales como “este vikingo de mierda”. Sin alterarse, sin alzar la voz, pero pronunciando sus palabras con mucha precisión, el vikingo les dijo:

—Señores, discúlpenme por haberlos molestado y por haber interrumpido su conversación, pero no creo haberles faltado el respeto como para que ustedes me insulten. Y vikingo y todo como ustedes dicen, a nadie ofendo, ni cojo lo que no me han dado ni entro donde no me mandan a pasar. Si mi presencia les molesta y no quieren darme nada, queden con Dios y yo sigo mi camino.

Después de semejante discurso, aquellos encumbrados señores se quedaron mudos, sin duda aleccionados, aunque fuese por unos instantes, por el buen decir y mejor proceder del vikingo. Como se dice, donde menos se espera salta la liebre.

Nada es perfecto

En “La lengua del corazón”, María Fernanda Palacios dice: “A menudo es la escuela la encargada de matar la letra, o de entontecerla o enmudecerla: nos desazonan la lengua y con ella la vida. La escuela, las escuelas, como las iglesias, nos hacen perder la propia lengua, esa sustancia adherente y viva que es anterior a cualquier alfabetización”. Y más adelante: “Ahora entiendo por qué la filología siempre ha advertido que el deterioro de la lengua comienza desde arriba, en el habla culta, que es la que se homogeneíza, la que se afecta y empobrece”.

Eso, exactamente, es lo que se encuentra cuando se oye hablar o se lee a la mayoría de los científicos sociales, los políticos y críticos de arte o literarios. Ese lenguaje muerto y desabrido de una élite intelectual atenta más contra la riqueza del idioma que todas las confusiones que andan en boca del vulgo. Pero es que el vulgo, muchas veces, se deja contaminar por esa lengua disecada al recibirlo por los medios de comunicación, creyendo, al imitarla, que habla mejor.

Del lado opuesto, aun como corriente literaria, algunos copistas de la “realidad social” elaboran una prosa que conjuga denuestos y obscenidades como bandera de un estilo supuestamente contestatario. En cierto modo, ese estilo suyo parte de un desprecio por la gente inculta, porque no se toman la molestia de hurgar en lo mejor de nuestra habla popular y si acaso llegan a conocerla, reniegan de ella para hacer valer sus prejuicios. ¿Acaso han oído contar historias a un veguero o a un labrador andino o a un campesino falconiano o a un pescador oriental? Seguramente no: prefieren el tercer mundo de las ciudades, del hampa juvenil de los barrios (que también, por cierto, tiene sus joyas idiomáticas); eso está bien, si así lo quieren, pero subestiman la lengua de generaciones anteriores, conservada fielmente en decires y refranes que enaltecen un vivir distinto y un saber relegado.

Por su parte, algunos estudiosos del idioma y algunos deformados por la educación superior y posgrados “muy científicos” basan sus objeciones en que el común de los venezolanos dice “fuéramos” cuando corresponde hubiéramos, dice “habemos” en vez de somos o estamos, “haiga” en vez de haya. Estamos de acuerdo, pero a la par de esas incorrecciones hay venezolanos que se preocupan por el buen decir y, si a veces llegan a parecer obscenos, es porque la pasión del momento los obliga a mandar al carajo a gentes y reglas.

Nuestra pobreza lingüística se debe, en buena parte, a quienes han perfilado la educación, a quienes han ejercido el poder; a quienes, mediante los partidos políticos, instituyeron un estilo de vida abrazado a corrientes ideológicas foráneas y nunca se detuvieron a palpar el alma de nuestra gente ni a procurarles una educación conforme a sus diversas raíces y a sus propios anhelos. Esas élites “afectaron y empobrecieron nuestro hablar”, porque al ellas venderle el alma al diablo de sus ambiciones se afianzaban en el poder y condenaban a sus compatriotas a la peor sujeción: la lengua estereotipada, plagada de credos irreflexivos, de dislates repetidos hasta el cansancio y verdades a medias o asentadas en prejuicios. Y aunque esas mismas élites al propagar esa enfermedad también la contrajeron, lograron hacer de la mayoría víctimas de una verdad que era sólo para los peces: morir por la boca.

Todo camino empieza en nuestros pies

En esta peculiar batalla no hay trincheras ni exilio posible. Defender nuestra lengua es defender el espíritu, y la lengua, pese a todas los encasillamientos y manipulaciones, a la larga, es órgano del alma.

En el caudal diverso y amenazado del vulgo aún sobrevive una tradición y un cuerpo latiente. He querido mostrarlos, tal vez no con los mejores ejemplos, pero al menos he procurado reivindicar un propósito y una pasión: el don de la palabra, el milagro de pronunciarla, oírla y escribirla. Sólo sé, a toda hora, que vale la pena mantenernos vigilantes, andar en cualquier parte y en todo trance con los pocos restos de cultura que nos quedan, con los poetas y escritores que le han dado aire y vigor a la lengua, y con el mermado tesoro que algunas veces destella en la gente de la calle. “Si bien nos oponemos en lo más íntimo de nuestro ser a la creciente uniformidad de nuestro mundo, amamos lo indestructible de este mismo mundo, aquello que queda intacto después de todas las transformaciones”. Así, no nos aferramos a una esperanza, pero reverenciamos un privilegio durante el poco tiempo que nos regala el destino.

 

*Mario Amengual

Escritor venezolano (Maracay, Aragua, 1958). Es licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela (UCV) y actualmente es profesor de los talleres de Literatura I y II en el núcleo de la UCV de Maracay, facultades de Agronomía y Ciencias Veterinarias. Ha sido articulista de opinión en los diarios Últimas Noticias, 2001 y El Siglo.