El ruido desde la montaña
Muchedumbre de 700 personas se apiña en un avión carguero para huir de Afganistán
Es de noche y del monte vienen sonidos extraños. No parecen murmullos de animal ni ecos de movimiento humano. En las casas del valle se despierta el miedo. Conocer la causa de ese efecto que es el sonido mitigaría el temor, pero la incertidumbre inquieta. Miles de años atrás, los griegos dieron nombre a esto. El dios Pan era su señor del bosque y de la vida silvestre, por eso ellos creían que los ignotos ruidos montañeses eran provocados burlonamente por este dios, y los llamaban “sonidos pánicos”. La palabra pánico, que el latín heredó del griego, no es un vocablo muy viejo en español: pánico, usado originalmente como adjetivo (“terror pánico”), nos llegó desde el francés y está en nuestros textos desde el siglo XVII, en un principio servía para calificar a la imaginación más funesta, al miedo sin motivo conocido o identificado.
Las palabras tienen una historia en la lengua y otra particular, propia de la vida de cada cual. En mi imaginación la palabra pánico también tendía a la aprensión hacia algo remoto. Yo tendría unos cinco años y leía todo lo que había a la vista: libros o tebeos, pero también los carteles electorales, las pintadas, los rótulos de las tiendas... El paisaje lingüístico de las ciudades españolas era en mi infancia más uniforme que el actual, por eso recuerdo bien las palabras y enunciados que, por extranjeros o distintos, me resultaban más incomprensibles.
Un grafiti de los ochenta me era críptico: en mayúsculas enormes, en el muro gigante de un viejo almacén por el que pasaba cada día de camino al colegio, apareció de un día para otro la pintada: “Pánico en Afganistán”. Y en mi historia, el hábitat del pánico quedó ligado a ese país montañoso desde niña; el horror de los cuentos tenebrosos halló en el atlas mundial una ubicación. Contextualizar el grafiti no borró esa sensación, porque cada vez que los afganos fueron apareciendo posteriormente en el horizonte educativo o mediático no era para desdecir lo pintado, sino para cargarlo con argumentos nuevos. Siempre un runrún de padecimiento civil, siempre con el mismo resultado penoso de vulneración de derechos.
Lo que nos asusta de Afganistán no es solo lo que sabemos que llevaba décadas ocurriendo, sino el ser conscientes de que, sin embajadas ni medios, en Occidente ignoraremos lo que pueda estar pasando a partir de ahora. Sentimos de nuevo las voces, pero otra vez nos atemorizan más los efectos sobre nuestro valle en calma que la causa lejana de lo que suena en la montaña. Y no hay dios Pan al que echar la culpa.