electricidad
El filósofo griego Tales de Mileto, que vivió hacia el año 600 a. C., ya había advertido que el ámbar, una sustancia resinosa amarillenta, al ser frotado, especialmente con pieles de animales, adquiría la extraña propiedad de atraer objetos ligeros, como plumas u otros pequeños cuerpos. Los griegos no sabían explicar este fenómeno, que quedó registrado, entonces, como un comportamiento curioso del elektron, como llamaban al ámbar.
La palabra fue heredada por los romanos, quienes lo llamaron electrum, pero las causas de la propiedad de atraer algunos pequeños cuerpos continuaron ignoradas hasta fines del siglo XVI, cuando el médico inglés William Gilbert (1544-1603), en pleno Renacimiento, publicó su trabajo De magnete, en el que aventuraba las primeras hipótesis sobre aquella misteriosa característica. Debemos tener en cuenta que por entonces se ignoraba la estructura del átomo y tampoco se conocía la existencia de los electrones, y que la única propiedad conocida (aunque no explicada) de la electricidad era la que se verificaba con el ámbar. En 1646, otro médico inglés, sir Thomas Browne, escribió un tratado en latín sobre el mismo fenómeno, titulado Pseudodoxia epidemica, más conocido como Errores vulgares.
En 1740, el científico estadounidense Benjamin Franklin (1706-1790) realizó experimentos con un barrilete en una tormenta. Por este camino abordó la electricidad desde otro punto de vista, y descubrió que el comportamiento de rayos y truenos estaba vinculado de alguna forma con las propiedades del ámbar, por lo que todos estos fenómenos fueron englobados bajo el nombre genérico de electricidad.
Los investigadores ya empezaban a sospechar que aquellas sorprendentes propiedades de la materia podrían llegar a constituir una fuente de energía, pero todavía estaban lejos de concebir hasta qué punto aquella fuerza desconocida sería un día de una importancia que revolucionaría vida de los seres humanos.
En los últimos años del siglo XIX, el físico británico Joseph John Thomson aventuró la idea de que los rayos producidos por ciertas fuentes luminosas eran causados por la actividad de una partícula, aún hipotética, que era unas mil veces más pequeña que el más pequeños de los átomos, el de hidrógeno.
La primera aplicación práctica de esta energía fue el telégrafo de Samuel Morse (1833). A lo largo de todo el resto del siglo XIX se procesaron nuevos descubrimientos e invenciones que propiciaron una arrolladora revolución tecnológica, con el alumbrado, la radio, telefonía, la maquinarias industriales movidas con este nueva fuente de energía, la televisión, etc.