Las normas, la historia y las autoridades lingüísticas
Ricardo Soca analiza la curiosa devoción que los hispanohablantes dedicamos a las autoridades lingüísticas y la sumisión con que aceptamos sus decisiones, un fenómeno que no ocurre en otras lenguas, pero que obedece a una poderosa razón histórica: el prestigio que la Academia Española se granjeó con su primera gran obra.
La devoción de los hispanohablantes –y sólo de nosotros– por las normas y por las academias tiene un origen histórico, pero ella nos ha sido infundida tan tempranamente y desde hace tantas generaciones que tal vez la llevemos hasta en los genes.
El caos lingüístico que reinaba en la España del siglo XVIII y la necesidad de un idioma homogéneo para consolidar el imperio llevaron a la creación de la Real Academia Española, que en menos de un siglo cumplió su misión con dos obras magníficas para la época: el diccionario y la gramática. Con ellas se unificó la enseñanza de la lengua en España y en las colonias, y se hizo posible la situación que vivimos hoy, en que hablantes nativos de veinte países nos comunicamos sin dificultades.
Esa historia de hace dos o tres siglos y esa gran obra infundió en la mente de los hispanohablantes la noción de que debe haber alguien que nos siga diciendo, hasta hoy, cómo debemos hablar y escribir y en qué sentido debe evolucionar la lengua. Todos hemos visto terminar debates sobre temas lingüísticos con un inapelable «El Diccionario de la Real Academia Española dice esto» u oído afirmaciones tales como «Esta palabra no existe; no está en el diccionario» o «La Real Academia Española no la admite». Ante esta noción de autoridad, que hemos mamado desde la infancia, me parece explicable la aparición de empresas dispuestas a ganar dinero vendiendo certificados de español correcto y llamando a batallas contra ignotos molinos de viento de fabricación angloestadounidense.
No soy partidario del caos lingüístico ni de la inexistencia de normas, que todos los idiomas tienen, aunque los hablantes las apliquen sin conocer su enunciado. Sin embargo, cada año egresan de las universidades miles de lingüistas capacitados –o en condiciones de capacitarse– para interpretar el habla de la gente, de la prensa y de la literatura, a fin de descubrir y enunciar las leyes que la rigen. Me pregunto por qué tiene que ser un organismo estatal o paraestatal de un país determinado el que establezca los estándares de una lengua hablada por nativos de más de veinte países, y aun dé su espaldarazo a quienes venden servicios de consultoría lingüística. Y no quiero ni pensar en las academias de la lengua hispanoamericanas, cuya mera existencia es una proeza y cuya producción suele brillar por la escasez, por lo que su función se limita a dar brillo de oropel a la Docta Casa.
La enseñanza de inglés es un rubro muy importante en la economía británica, pero a nadie se le ocurre decirles a los anglohablantes qué palabras «existen» ni cómo deben hablar. Se ha dicho que ese papel lo cumplen los buenos diccionarios y las buenas gramáticas; no es que el Diccionario de la Real Academia Española sea un pésimo diccionario: apenas es demasiado pobre e incompleto para las ínfulas y la fanfarria con que es presentado y para el dinero que se invierte en generar tan magros resultados. Todos los que trabajamos con el idioma sabemos que los productos de la RAE no llegan a los tobillos de un Oxford o de un Merriam Webster, pero es lo que tenemos.
No conozco mucho sobre los congresos de la lengua, sólo estuve en el de Valladolid por razones de trabajo y me pareció (tal vez no tanto en aquel momento, pero sí hoy) una rimbombante exposición mediática armada con el fin de impulsar la venta de productos. Eso no está mal, las exposiciones comerciales tienen esa finalidad y nadie las critica. Lo que ya no me parece tan bien es que entidades públicas se atribuyan una autoridad que no tienen, para justificar la exclusividad –para sí o para terceros– en la venta de determinados productos editoriales y servicios de consultoría. Y que académicos de un mérito indiscutible se presten a esa fiesta de los dueños del dinero. No lo hacen por mal; creen que tienen ese derecho porque también a ellos se les imbuyó muy tempranamente la noción de que los académicos son los guardianes de la lengua, no se sabe contra qué enemigo.
A ningún profesor estadounidense se le ocurriría decirle a un alumno: «No digas papaya, que es un hispanismo, di paw-paw, que es la forma nuestra». Pero los hispanohablantes nos ponemos la armadura y allá vamos con nuestra triste figura.
El lingüista Manuel Seco, miembro de la Academia española parece estar de acuerdo con nuestra postura, cuando afirma en su Gramática esencial del español:
La autoridad que desde el principio se atribuyó oficialmente a la Academia en materia de lengua, unida a la alta calidad de la primera de sus obras, hizo que se implantase en muchos hablantes ―españoles y americanos―, hasta hoy, la creencia de que la Academia «dictamina» lo que debe y lo que no debe decirse. Incluso entre personas cultas es frecuente oír que tal o cual palabra «no está admitida» por la Academia y que por tanto «no es correcta» o «no existe».
En esta actitud respecto a la Academia hay un error fundamental, el de considerar que alguien —sea una persona o una corporación— tiene autoridad para legislar sobre la lengua. La lengua es de la comunidad que la habla, y es lo que esta comunidad acepta lo que de verdad «existe», y es lo que el uso da por bueno lo que en definitiva es «correcto».
(Gramática esencial del español, Espasa Calpe, 1995)
Hace algunos días se contaba desde Babelia, el suplemento literario de El País de Madrid, que el español «libra su gran batalla territorial en Estados Unidos», y se llamaba a «coordinar la defensa del idioma». Un caprichoso –aunque no raro– uso de la palabra defensa. Similar al del Pentágono.