Sarmiento y Bello: Las ortografías del siglo XIX
Texto extraído del libroGente de Cervantes, con autorización del autor y de la Editorial Taurus
Cuando Andrés Bello publicó en 1847 su Gramática de la lengua castellana dedicada al uso de americanos, a pesar de lo que pueda sugerir el título, nunca tuvo en mente separar los usos idiomáticos americanos y peninsulares. Todo lo contrario: quería unificar el uso americano mostrándole un camino de corrección idiomática común, basado, precisamente, en el ideal uso castellano (que en muchas de sus particularidades no era seguido para nada en América, ni lo ha sido nunca). La preocupación de Bello, como consta en el prólogo de su obra, es que por el continente pululaban "una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros, embriones de idiomas futuros, que durante una larga elaboración reproducirán en América lo que ocurrió en Europa en el tenebroso periodo de la corrupción del latín". Por lo demás, Andrés Bello era muy obediente con la tradición clásica de corte castellano. Vean si no: como caraqueño que era, él decía papa en vez de patata, pero a la hora de escribir sus silvas americanas dice: "Para tu mesa la patata educa sus harinosos globos", que a un criollo debía resultarle palabra algo ajena, como si un poeta español escribiera "manejo el carro" en vez de "conduzco el coche". Pero el patrón castellano conservaba su prestigio; de hecho, hasta 1934 no se pudo sustituir en documentos oficiales argentinos patata por papa, que era palabra corriente desde generaciones atrás.
Antes que Bello ya planteó el problema de la disgregación el argentino Antonio J. Valdés, autor de otra gramática en 1818 que sigue "el puro lenguaje de Castilla". Y ésa era la misma recomendación, seguir el puro castellano, que daba el catalán Antonio Puigblanch por los mismos años al mundillo del exilio hispanoamericano en Londres -el mundillo de Blanco White- cuando se debatía qué había de provecho para la América republicana en las antiguallas idiomáticas de Cervantes, Lope, Calderón, la Real Academia y toda esa caterva monárquica.
Bello, Valdés y Puigblanch tenían razones para preocuparse. He aquí cómo se describe en unas coplas anónimas de aquellos años el diálogo entre un español trasplantado a América y un negro. Dice el primero:Venga uté a tomai seivesa
y búquese un compañero
Que hoy se me sobra ei dinero
En medio de la grandesa,
Dio, mirando mi pobresa,
Me ha dado una lotería
Y aquí está mi papeleta,
Que no he cobrao entuavía.
Acaba de hablar el criollo, que es quien de los interlocutores de la copla utiliza un lenguaje más pulido y perfecto, más fino y educado. Su colega le contesta así:
A! Si oté no lo cubrá
Si olé toavía no fue
Pa que buca qué bebé?
Con qué oté lo va pagá?
Si a estos diálogos americanos de entonces se hubiera unido el gaucho Martín Fierro, la tertulia hubiera continuado así:Ruempo, digo, la guitarra
Pa no volverme a tentar.
Nenguno la ha de tocar,
Por siguro ténganlo.
No es de extrañar que a los notables americanos se les pusiesen los pelos de punta y considerasen, razonablemente, que en dos o tres generaciones el criollo, el negro y Martín Fierro malamente iban a poderse entender entre ellos a la hora de comprar lotería, beber cerveza o romper guitarras. Como ya saben, veinte años antes de publicar suGramática, Andrés Bello se había puesto en marcha en Londres para solucionar los malos entendimientos, y había inventado una ortografía americana -algo más simple de la autorizada por la Real Academia Española-, de modo que el criollo, el negro y Martín Fierro no escribieran sus coplas cada cual a su modo. Como el analfabetismo en América era grande entonces (y en España, todo hay que decirlo) y, aún más, como quedaban auténticas masas indígenas que no hablaban español, ni estaban en mayor disposición o necesidad de aprenderlo, y como la instrucción popular era una preocupación de los revolucionarios y querían llevarla adelante eficaz y rápidamente, una ortografía sencillita para uso americano vendría muy bien. Los niños -y adultos- aprenderían con ella a escribir sin tener que memorizar siarmonía lleva hache o no la lleva.
La ortografía de Bello no era mui diferente de la qe oi estamos aqostumbrados a usar. Si este libro se ubiera impreso en ella usted se abría echo enseguida, en dos o tres pájinas, a sus partiqularidades, qe tampoco son tantas. Le resultaría ziertamente rrara y qaprichosa en un prinzipio, pero todo se abría rresuelto qon fazilidad, qomo imajino qe no abrá tenido muchas difiqultades para seguir este párrafo. Si qiere qe le sea sinzero, personalmente -salvo en lo de laq- me agrada más la ortografía qe se inventó Bello qe la seguida rregularmente a lo largo del presente libro. Qon la venia de la Aqademia. Por eso no me e rresistido a esqribir estas líneas. Esqritas qedan.
Lo que ocurrió con la ortografía de Bello se resume en el proverbio "el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones". Él proponía unas normas simples, sencillas, de fácil y rápido aprendizaje, de modo que los niños en la escuela -los analfabetos adultos puestos a aprenderlas, los indígenas o los hablantes de otras lenguas que no fueran la española- pudieran aplicarlas sin dificultad en breve espacio de tiempo. Pero inmediatamente aparecieron nuevos autores, como Francisco Puente, proponiendo nuevas formas de escribir. De este modo, empezaron a difundirse de forma improvisada usos ortográficos divergentes entre sí, divergentes a su vez del peninsular. Y empezaron a difundirse, como quien dice, cuando América comenzaba realmente, masivamente, a hablar y escribir en español. Con todo, lo peor estaba por llegar. Vino de la mano de un autor notable, un tipo arrojado, valiente y con carácter. Era argentino, llegó a ser presidente de la República entre 1868 y 1874. Se llamaba Domingo Faustino Sarmiento.
Como ya saben, la repoblación de la zona del Plata se estableció tardíamente. Se hizo bajo las pautas de un capitalismo muy alejado de los usos económicos coloniales. Emigración europea aparte, contó con el importante aporte de familias catalanas, canarias, gallegas y vascas, cuyas formas se apartaban de las hidalgas castellanoviejas. Por lo mismo, allí tuvieron mejor acomodo las ideas que ridiculizaban y despreciaban todo lo español, cuyos espejos solían ser entonces Andalucía y Castilla. Como no podía ser menos, con España se identificó la propia lengua, conque los brotes de separatismo lingüístico estaban servidos mejor que en ninguna otra zona americana, en Argentina, y mejor que en ningún otro escritor, por su particular forma de ser, en Sarmiento.
Hacia 1845 Sarmiento viajó a España. Hizo un amable retrato de la tierra de sus abuelos: entró por el País Vasco, a cuyos vecinos les auguró que no serían libres hasta que no abandonasen los fueros. Siguió por Burgos, que le pareció una antigualla propia del siglo xv. El resto de ciudades visitadas le daban una imagen de esa misma época, sólo que además de antiguallas le parecían cementerios de lo muertas que estaban. En todo el país observaba poco sentido de Estado, atraso general, falta de industria, falta de carreteras, falta de marina nacional, falta de un sistema de educación popular (que es lo que él había venido acopiar -¡iluso!- para su Argentina natal) , falta de aplicación al estudio de las ciencias y falta de una sólida literatura de ideas. Todo lo español tenía aroma a chorizo y tocino. En Córdoba observó cómo las viejas barrían la calle con una escoba sin mango, doblando el espinazo. Se acordó de las escobas que él había visto en Estados Unidos, tan prácticas, con su palo largo para barrer de pie cómodamente. Reflexionó sobre el hecho de que la única innovación tecnológica que se conservaba en España era el arado romano. En Madrid se fue a los toros; había buen cartel: El Chiclanero, El Montes y Cúchares. Glorias nacionales. Al ver el entusiasmo de la plaza, Sarmiento comentó: "Vete a hablar a éstos de ferrocarriles, de industria o de deberes constitucionales". Se fue a Gibraltar, tomó un vapor hacia Valencia, de Valencia se fue a Barcelona. En la capital catalana dijo aliviado: "¡Por fin estoy fuera de España!". Lo más gracioso de todo es que don Domingo Faustino, salvo en lo de Barcelona, tenía algo de razón.
Sarmiento era un hombre de ideas idiomáticas incendiarias. Visto el desbarajuste nacional de la madre patria, estaba convencido de una cosa: hablar como se hablaba en España, repetir las ideas y conceptos que en ella se repetían, seguir los modelos gramaticales y literarios que en ella eran corrientes e incluso los que habían sido clásicos, no podía sino traer cerrazón de mollera a chilenos, argentinos y venezolanos. Con las estantiguas españolas y las majezas de Cúchares malamente se podía construir el nuevo mundo político, ideológico y cultural que necesitaban las repúblicas americanas. ¿Qué puede tener de extraño que este hombre propusiera en su tierra la reforma ortográfica más radical que se conoce en la época, destinada, conscientemente, a separar los usos escritos americanos de los españoles? Similar en cierto sentido a la reforma de Bello, la de Sarmiento recomendaba, además, eliminar la c y laz del alfabeto americano y, puesto que la mayoría de americanos cultos seseaba, se escribiríasapato en vez dezapato, senisa en vez deceniza, sisaña en vez decizaña. Con estas ideas se fue a la Facultad de Filosofía y Humanidades de Chile en 1843 y trató de convencer al rector. En la facultad aquello les pareció muy atrevido pero, como los universitarios chilenos ya estaban por la labor, a su vez, de crear otra ortografía nacional -quizá les parecía que había pocas- sólo tomaron en cuenta la filosofía general sarmientista sobre el caso.
Al verse rechazado, Sarmiento se enfadó. Y les recordó a los chilenos que eran más papistas que el Papa, pues la propia Academia Española ya estaba autorizando en Madrid una reforma muy parecida a la que él les estaba proponiendo. Aquello impresionó vivamente al cuerpo universitario, que avanzó en sus propuestas reformistas, si bien todavía sin seguir a Sarmiento a rajatabla. Lo de la Academia Española era una verdad a medias. La Academia Española no estaba reformando radicalmente nada de nada, más bien observaba con espanto el desbarajuste ortográfico americano... y español. Porque el 12 de abril de 1843 una denominada "Academia Literaria i Científica de Profesores de Instrucción Primaria de Madrid" ya se había inventado otra ortografía -¿quieren más?- y estaba enseñando a escribir a los niños de Madrid cosas como "cerido padre", cuando los niños de Andrés Bello escribían "qerido padre". Ésa era la academia que Sarmiento presentaba en Chile como "la Española", lo que geográficamente hablando no dejaba de ser verdad. En fin, que entre Bello, Puente, Sarmiento, los maestros de Madrid y los universitarios chilenos, brotaban aquellos años ortografías como setas.
Vista la anarquía reinante, la propia reina Isabel II, por real decreto de 25 de abril de 1844, hace oficial la ortografía académica para España, lo que atrajo la simpatía de los americanos que no comulgaban con los radicales chilenos, argentinos y venezolanos. Para entonces, Andrés Bello se había retractado de sus ideas y apoyaba las decisiones académicas, a la vista de que las divergencias ortográficas eran un peligro de consecuencias imprevisibles para la lengua común. Pero, simbólicamente, el mismo día en que la Academia Española tomaba la antedicha decisión, la facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile se pronuncia por su particular reforma de la escritura. Empezaban a utilizarla los profesores, se imprimían en ella libros y periódicos. El cisma ya tenía, en América y en España, carácter oficial. Duró ochenta y tres años. Hasta el 12 de octubre de 1927. Ese día, el ministro chileno de Educación, Aquiles Vergara Vicuña, dio por finalizada la aventura ortográfica chilena con el acatamiento de la hispánica común, que quedaba bajo la autoridad académica -no sólo española-, porque para aquel año ya eran catorce las academias americanas que se habían fundado.
El cisma tuvo sus secuelas. Es verdad que las propuestas chilenas no encontraron apoyo unánime. Sarmiento se quejó de que nunca tuvieran el respaldo oficial para imponerlas en colegios y estamentos gubernativos. Las nuevas ortografías quedaban, la mayor parte de las veces, sujetas a la voluntad de quien quisiera emplearlas o al simple azar de que un folleto reformista -váyase a saber de qué padres- llegara a tal o cual escuela perdida por aquellas tierras infinitas. Pero esas voluntades y esos azares reformistas existieron, de modo que las propuestas calaron, aparte de hacerlo en Chile, en los Andes argentinos, Ecuador, Colombia y Venezuela. Hacia 1865 subían por Centroamérica y llegaban a Nicaragua. Sus ramificaciones eran ya imprevisibles. Hasta tal punto llegó el desbarajuste, que los propios chilenos se encontraron con un grave problema en 1911: no se podía exigir a los alumnos una ortografia común en los exámenes, así que los examinadores tenían que aceptar como bueno lo que los escolares escribieran. Ese año no se suspendió a nadie por faltas de ortografía. En aquellas zonas americanas donde la reforma había cundido se estaba gestando, quizá, una lengua inútil para la cultura escrita. Aquello les hizo recapacitar: desde 1913 se dieron pasos decisivos para acatar las decisiones académicas. Catorce años después cesó la marejada ortográfica. Sólo algunos niños, educados en los años de su mayor rigor reformista, han llegado a viejos escribiendosoi jeneral extranjero. Ciertamente, en la ortografia americana había muy buenas ideas, pero todo el caso nos da una lección esencial: un negocio común como la lengua española requiere decisiones comunes. En 1927 concluía, quizá, el más peligroso frente de las guerras idiomáticas.