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¿Cómo moldea el estrés nuestro cerebro? La infancia es el período crítico

08/02/2023
Prof. Esther Castillo-Gómez / Aroa Mañas Ojeda

Shutterstock / Nadya Eugene

Quién no ha experimentado alguna vez estrés en su vida, ya sea asociado al trabajo, a los estudios o a problemas económicos o familiares. La respuesta de nuestro organismo al estrés es buena: adaptativa y totalmente necesaria para nuestra supervivencia como especie. Nos mantiene en estado de alerta para poder enfrentarnos a los desafíos cotidianos.

Pero ¿qué ocurre cuando ese estado de alerta se mantiene de forma prolongada en el tiempo? Es lo que denominamos estrés crónico y puede tener un efecto muy negativo en nuestra salud mental.

En este contexto, cabe preguntarse: ¿somos igual de vulnerables al estrés crónico en todas las etapas de nuestra vida? ¿Tiene las mismas consecuencias un trauma sufrido en la infancia que uno sufrido en la edad adulta o en la senescencia? La respuesta es no, y la clave está en la plasticidad de nuestro cerebro.

Los dos primeros años de vida son claves

Durante la primera infancia se configuran las redes neuronales que intervienen en el desarrollo de nuestras emociones. En este período, la plasticidad es muy elevada. En concreto, los dos primeros años de vida son fundamentales para que se produzca un desarrollo cerebral adecuado y la adquisición de habilidades socioafectivas.

En esta fase, que llamamos “período crítico de plasticidad”, el ambiente es muy efectivo en producir cambios a largo plazo en nuestro cerebro y, consecuentemente, en nuestro comportamiento. El cierre de este período es crucial para la maduración y estabilización de los circuitos neurales; una vez acabado, la plasticidad queda muy limitada. Podríamos utilizar como símil un chicle: al empezar a masticarlo es muy moldeable, pero con el tiempo se vuelve más duro y difícil de modelar (plasticidad limitada, pero no inexistente).

Un ambiente enriquecedor en la infancia produce cambios plásticos en el cerebro que promueven la resiliencia; es decir, la capacidad para superar circunstancias traumáticas. Por el contrario, un trauma infantil, como sufrir maltrato, supone un factor de riesgo para el desarrollo de multitud de trastornos neuropsiquiátricos y comportamientos patológicos, como la esquizofrenia, trastornos ansioso-depresivos, violencia o adicción. De hecho, un 45 % de los trastornos que aparecen durante la infancia y un 30 % de los surgidos en edad adulta están directamente relacionados con el maltrato infantil.

Según la Organización Mundial de la Salud, la negligencia –definida como la falta de satisfacción de las necesidades físicas, médicas, educativas o emocionales de un niño o niña– es el tipo más común de maltrato. Estudios recientes han demostrado que según el tipo de negligencia sufrida y en función del género, los efectos en el cerebro y la conducta son distintos. De ahí la importancia de la inclusión de género en la investigación.

Un delicado equilibrio de conexiones

Las sinapsis (mecanismo que emplean las neuronas para comunicarse) varían con la edad. Estas sinapsis son muy rápidas y eficaces; si hay un fallo, la conexión no se establece bien y aparecen alteraciones neuronales.

En términos generales, podemos clasificar las sinapsis como excitadoras o inhibidoras. Las excitadoras se generan sobre todo en etapa perinatal y primera infancia, reduciéndose durante la adolescencia (la llamada poda sináptica), mientras que las inhibidoras tienen un curso temporal inverso. Por eso, un niño o niña de dos años no es consciente del riesgo que supone cruzar la carretera sin mirar si vienen coches.

Aquí entra en juego la corteza prefrontal, una región situada en la parte más anterior del cerebro y muy importante en la toma de decisiones. Con dos años de vida, esta zona todavía no ha madurado y, por tanto, no hay un balance equilibrado entre ambos tipos de sinapsis.

¿Podría el estrés afectar a este desequilibrio y desencadenar la aparición de alteraciones socio-afectivas? Muchos estudios demuestran que los desajustes en el balance excitación/inhibición son, efectivamente, relevantes para explicar la aparición de numerosas enfermedades psiquiátricas.

Ahora bien, conocer las consecuencias celulares y moleculares del estrés en el cerebro humano es complicado. Por ello, la utilización de modelos animales es vital en este campo de estudio.

La soledad, la mayor causa de estrés a edades más avanzadas

Si buscamos artículos científicos sobre los efectos del estrés en personas mayores de 60 años o en modelos animales de envejecimiento, veremos que hay poco publicado.

Aun así, se sabe que el aislamiento social afecta a uno de cada tres adultos mayores en Europa. Es el estresor más frecuente en esta etapa de la vida y el más relacionado con trastornos depresivos, especialmente en mujeres.

Las relaciones sociales son necesarias para sobrevivir, pero conforme envejecemos pasamos más tiempo a solas. Sin ir más lejos, tras la pandemia de covid-19, el número de casos de depresión aumentó en la población de avanzada edad. Y como sabemos, muchas de estas personas estuvieron solas en casa durante la pandemia.

Volviendo al símil del chicle, nuestro cerebro se va haciendo menos moldeable con el tiempo, aunque la plasticidad cerebral nunca deja de existir. Por eso, durante nuestra infancia y adolescencia somos más vulnerables al estrés, lo cual no quiere decir que no pueda afectar (y mucho) a nuestro cerebro durante edad adulta y avanzada. La aparición de enfermedades psiquiátricas o alteraciones socio-afectivas dependerá del momento de nuestra vida en el que suframos estrés y del tipo de estresor que lo desencaden