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Álvarez de Miranda: “Si los hablantes se empeñan en equivocarse, acabarán por estar en lo correcto

15/01/2024
Luis Alemany

Lingüista y académico español Pedro Álvarez de Miranda / Antonio Heredia

Hay un momento en Medir las palabras, del lingüista Pedro Álvarez de Miranda (Espasa), en el que el texto se fija en la expresión “me voy a ir yendo”, que se puede resumir en una paradoja: el verbo ir aparece tres veces seguidas, pero eso solo significa que el sujeto de la frase no se acaba de marchar nunca. Y al autor de Medir las palabras esa expresión le parece muy bien, le parece un encantador capricho que nos da del idioma, igual que la naturaleza da perros que se parecen a sus amos y árboles que son como amantes abrazados. Un bonito objeto encontrado.

En esa anécdota se podría resumir el espíritu de Medir las palabras, el libro que reúne la obra en prensa de Álvarez de Miranda, lexicógrafo, catedrático, académico de la RAE y colaborador de El Mundo. Álvarez de Miranda no riñe, no propone ni recuerda normas (o no con énfasis judicial) ni hace presagios pesimistas sobre un futuro en el que los hispanohablantes se comunicarán como cavernícolas. No se pone, ni mucho menos, elitista ni calienta la cabeza de sus lectores con arcaísmos. Al contrario, el autor describe e investiga en el origen de expresiones como el “viejuno” del programa televisivo Muchachada Nui y en conflictos como el del topónimo de Sanxenxo/Sangenjo (en resumen, que cada uno diga lo que quiera, pero “Sangenjo” es una forma antigua, no fue un invento del nacional-catolicismo).

Álvarez de Miranda está ya muy cerca de la jubilación en la universidad, y eso, en parte explica Medir las palabras. “Mi carrera académica se acaba ya y supongo que la tentación de hacer una divulgación un poco ambiciosa es natural. El público de los estudios académicos es raquítico, todos queremos llegar a públicos más amplios. Lo que me gustaría transmitir es la idea de que cada palabra tiene su propia historia, que cada palabra vive en su tiempo. Y que la historia de un léxico es la historia del pueblo que la habla”.

¿Y qué tal va esa historia? “Todas esas palabras que terminan en ismo... derrotismo, catastrofismo, alarmismo...

—Nada de eso va conmigo. Cada vez que oigo decir que se habla peor que nunca relativizo; y creo no solo relativizo yo, que lo hace cualquiera que se dedique a estudiar la lengua. ¿Qué hablamos nosotros sino un latín estropeado? Una vez me entrevistaron y salió un titular que era: 'El error de hoy es la norma del mañana'. Se lo diré de otra manera: si los hablantes se empeñan en equivocarse, acabarán por estar en lo correcto”.

“Los adolescentes ya descubrirán el placer de utilizar el lenguaje con cuidado y de ser precisos, como nos ha pasado a todos”, continúa Álvarez de Miranda. “Y su lenguaje también es fuente de riqueza, no hay que echarles la culpa de todo. Insti me parece un apócope estupendo. O finde. Yo propuse que finde entrase en el Diccionario de la Lengua Española. Los académicos dijeron que no y, dos años después, rectificaron y admitieron a palabra”.

¿Y no está creciendo cada vez más la distancia de incomunicación entre generaciones? ¿Acaso no somos los padres un poco bárbaros para esos hijos que se llaman bro?“ ¿Cuál es nuestra distancia de incomunicación? ¿Un siglo, dos, tres? Si yo pudiese hablar con Larra, él con su español del siglo XIX y yo con el contemporáneo, estoy seguro de que nos entenderíamos. Con Jovellanos también. Con Garcilaso lo tendrámos difícil y con Gonzalo de Berceo, imposible. Puede que los cambios se estén acelerando en nuestro mundo, pero los abuelos y los nietos hablan y se entienden. Los adolescentes tienen una parte de jerga que es propia, pero eso lo hemos tenido todos. Los idiomas que no cambian es porque están muertos”.

La tentación es buscar en los textos de Álvarez de Miranda el boceto del retrato personal de un personaje que se expresa a través de su curiosidad por las palabras. “Yo era un niño estudiosito, sacaba buenas notas, no daba problemas. Hice el bachillerato de ciencias porque dudaba mucho sobre qué estudiar y pensé que sería menos problemático hacer ciencias y desde ahí pasar a una carrera de letras, que si hacía al contrario. Al final, eso fue lo que pasó. Supongo que me influyó el entorno familiar, que estaba lleno de gente de letras, y algún buen profesor que me dio clase, aunque tuve que dar un refuerzo de latín porque iba muy corto cuando entré en la facultad. Luego hubo otro momento de muchísimas dudas cuando tuve que elegir entre Lingüística y Literatura. Tuve tantas dudas que hice las dos especialidades, la de Lingüística como alumno oficial y la de Literatura, por libre. Creo que se me nota, que, como lingüista, hablo mucho de literatura, igual que hacía Manuel Seco, que fue uno de mis grandes maestros junto a Rafael Lapesa”.

—Una curiosidad: ¿tiene buen oído para los idiomas? Porque Medir las palabras está lleno de explicaciones ilustradas con el contraste entre el español, el francés, el catalán, el inglés, el alemás...

—No, o no finísimo. Y me enfada. Me defiendo en francés, en italiano y en inglés, pero me desespero porque me doy cuenta de que nunca llego a expresarme con la precisión que quisiera. Y entonces me inhibo. Me gusta muchísimo el italiano, me interesa mucho como lengua, en parte porque no es tan parecida al español como creemos. Pero no me imagino como lingüista del italiano.

“No uso mucho la palabra científico para describir mi trabajo”, termina el académico. “Que conste que sí que creo que es un trabajo científico, que los lingüistas trabajamos con mucha seriedad, pero me suena un poco presuntuoso ese insistir en la palabra científico. En cambio, la palabra filólogo no se me cae de la boca. Hubo una época en la que la palabra filología estuvo en vías de extinción, pero creo que ya ha pasado”. Que la última palabra del texto sea esa, filología.