Diccionarios: la irresistible
pasión de los lexicógrafos
El Correo GallegoLa vida secreta de las palabras desata grandes pasiones. Es cierto que no todo el mundo tiene alma de lexicógrafo, pero todos nos hemos entusiasmado alguna vez con la monumentalidad de los diccionarios y las enciclopedias. No es necesario tener pasiones como las de Borges o las de Cortázar, o las de Unamuno. En realidad, la figura del lexicógrafo tiende a ser oscura, también, en cierto modo, secreta, y pocos son los que trascienden y se hacen populares: más por el impulso de amigos y colegas que porque ellos lo deseen. La historia está llena de compiladores de diccionarios que han guardado y analizado las palabras con pasión entomológica. Estudiosos, académicos o no, que han colaborado en la edición de los más grandes diccionarios sin que su nombre fuera más que una línea de pequeños caracteres en la página de créditos de la obra final. Pero con eso les bastaba. Mi reciente lectura de un libro excelente, escrito por el profesor Francisco Carriscondo Esquivel, de la Universidad de Málaga, ha despertado en mí la vieja pasión por el léxico. Nada raro en los que nos hemos dedicado toda la vida a la lengua y la literatura. Pero esa emoción incontenible que provocan los diccionarios solo regresa cuando se tiene uno verdaderamente bueno entre las manos. O cuando libros como al que acabo de referirme, La épica del diccionario (Calambur), te hacen volver a sentir el irresistible cosquilleo de los grandes monumentos lexicográficos. Carriscondo Esquivel habla en su libro de algunos nombres que lo fueron en todo en la construcción de las primeras compilaciones de palabras. Es un libro en el que el siglo XVIII aparece como tema central, el siglo de la creación de la Real Academia de la Lengua en España, y desde luego, el siglo en el que se desarrolló el llamado método colegiado académico: son muchísimos los datos y los nombres que el autor proporciona. Un verdadero tesoro para los que amamos estas cosas.Pero, a pesar de que el método de elaboración de los diccionarios ha evolucionado mucho, por supuesto hacia el trabajo organizado, colegiado, en equipo, son los nombres individuales de algunos héroes (creo que se les puede calificar así) los que verdaderamente llaman la atención. Porque, si bien es cierto que los diccionarios no tienen autor conocido, sino muchos, algunas personalidades brillan con luz propia. A menudo porque fueron capaces de echarse a sus espaldas labores ciclópeas que les ocuparon toda su vida. Quién puede dudar de la importancia de Samuel Johnson, uno de los grandes del siglo XVIII, a la hora de hablar de lexicografía. Financiado por instituciones privadas, en 1755 vio la luz A Dictionary of the English Language. Carriscondo Esquivel afirma que esta obra fue la primera que actuó como autoridad de la lengua. Y ese fue su gran mérito. Y así ha quedado. Pero la más apasionante historia lexicográfica es la que rodea la creación del Oxford English Dictionary (OED), quizás la referencia más rotunda de la lengua inglesa en nuestros días. Se ha escrito mucho sobre este gigantesco diccionario, aunque quizás lo primero que debería leer el neófito es El cirujano de Crowthorne (Penguin; hay traducción española en Debate, con el título El profesor y el loco). Se trata de contar la historia de la creación del OED a través de uno de sus colaboradores voluntarios más singulares, el doctor americano William Chester Minor. Hoy está considerado como la figura que más impulsó la construcción del OED, y su editor principal, James Murray, fue consciente de ello: un día fue a conocerlo a la institución mental en la que se alojaba, y desde la que trabajaba, y se hicieron grandes amigos. Porque Minor tenía tras de sí una turbulenta biografía (asesino y loco, entre otras cosas). Una biografía que, sin embargo, no le impedía ser un elegante y extraordinario colaborador del nuevo diccionario en marcha (así se llamó en principio: New English Dictionary). La obra de Winchester, El cirujano de Crowthorne (el nombre del pueblo cercano a Oxford donde se hallaba el manicomio que albergaba a Minor) es una magnífica manera de iniciarse en la pasión por los diccionarios. Aunque la notable obra de Carriscondo Esquivel analiza sobre todo las compilaciones de Esteban de Terreros y Pando (Diccionario castellano con las voces de las ciencias y las artes), y la elaboración del Diccionario de autoridades de la recién creada Real Academia de la Lengua, (y en particular la figura del académico Vincencio Squarzafigo), no es menos cierto que dedica muchas páginas a alabar la secreta pasión de los lexicógrafos, y también algunas a relatar los orígenes ciertamente épicos del Oxford English Dictionary. Repasa el autor el catálogo de históricos compiladores con diversas patologías, empezando por el propio Johnson, y, al hablar del OED, se detiene, sobre todo, en el mencionado Minor. Lo cual, así son las cosas, ensombrece un poco las peculiaridades de Murray, que no eran nada desdeñables. Winchester llega a señalar que la reclusión de Minor, por su locura, contribuyó directísimamente al éxito del OED, y, desde luego, ayudó al desarrollo de la lexicografía (diez mil fichas suyas, dice Carriscondo, fueron aprovechadas). El gran James Murray, perteneciente a la Sociedad Filatélica, y que no estaba loco, convirtió su despacho en Oxford (el Scriptorium) en una especie de búnker de hierro revestido de madera, con 1029 casillas donde clasificar las fichas que iba recibiendo y las suyas propias. Correos le colocó un buzón justo en su puerta, habida cuenta de la importancia de su cometido. Pero esta es ya otra historia.