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Elías Canetti señala los riesgos de dejarse llevar por la saña de las multitudes

28/12/2021
Juliana de Albuquerque

Elías Canetti, un poliglota que estudiaba la saña de las multitudes

Recientemente he terminado de leer El lenguaje absoluto (1977), el primero de los tres volúmenes de la autobiografía de Elías Canetti, un pensador europeo de origen judío cuya trayectoria vital se entrelaza con la historia del siglo XX, registrando los cambios, los conflictos y las ideas que definieron algunas de las preocupaciones más importantes de la época; muchas de las cuales siguen siendo relevantes para entender nuestro escenario político actual.

Un ejemplo de ello es lo que escribe sobre las multitudes, un tema que recorre toda la obra de Canetti y que encuentra su expresión más concentrada en La masa y el poder (1960), un sofisticado estudio en el que reflexiona sobre lo que nos hace sentir, a la vez, miedo al contacto con el otro y ganas de convertirnos en miembros de una multitud. En El lenguaje absoluto", Canetti muestra que su preocupación por este tema proviene de algunos de sus primeros recuerdos.

Niños políglotas

Nacido en 1905 en Ruschuk, Bulgaria, en el seno de una numerosa y próspera familia de comerciantes, Canetti se acostumbró pronto a vivir en ambientes donde se hablaban varias lenguas: ladino, búlgaro, alemán, francés, inglés, etc. Su abuelo paterno, cuenta el escritor, presumía de poder comunicarse en diecisiete idiomas.

Sin embargo, Canetti nos advierte que ese conocimiento de otras lenguas no era una simple vanidad intelectual, pues, en realidad, representaba una cuestión de supervivencia:

A menudo hablábamos de idiomas; sólo en nuestra ciudad se hablaban siete u ocho lenguas, y todo el mundo entendía un poco de cada una. Sólo las chicas que venían de los pueblos sabían sólo búlgaro, por lo que se las consideraba tontas. Cada uno enumeraba las lenguas que conocía, y era importante que uno dominara muchas, porque podía ocurrir que con sus conocimientos salvara su propia vida o la de otros.

La creencia de que nuestro conocimiento de algo debería marcar la diferencia en el mundo se convirtió en un sello distintivo de la obra de Canetti, tanto por la influencia de su madre, para quien el aprendizaje nunca debería considerarse un fin en sí mismo, como por su experiencia de otras lenguas, consolidada por su traslado con sus padres a Inglaterra y durante los períodos en que vivió con su madre y sus hermanos menores en Austria y Suiza.

Por eso no es de extrañar que en su autobiografía Canetti reflexione sobre el comportamiento de las multitudes a partir de algunos de sus primeros recuerdos relacionados con el aprendizaje y el ejercicio de las lenguas extranjeras.

Uno de esos episodios se remonta a la época en que vivía con sus padres en Manchester (Inglaterra), en medio de una comunidad de compatriotas de los Ruschuk. En ese momento, Canetti se dio cuenta de que se había convertido en el hazmerreír de sus amigos de la familia por su fuerte acento británico al comunicarse en el francés que aprendía en la escuela:

Aquellas gentes de Ruschuk, que habían aprendido un francés impecable en la Alianza y que ahora encontraban difícil el inglés, encontraron mi francés con acento inglés irresistiblemente cómico y disfrutaron, como una jauría descarada, de la aparición de su propia debilidad en un niño que aún no había cumplido los siete años.

Más adelante, al contarnos sus primeros años en Viena y ofrecernos un testimonio de lo que ocurrió en la ciudad con el estallido de la Primera Guerra Mundial, Canetti describe el asalto que sufrieron él y sus hermanos cuando decidieron tararear el himno británico en medio de una multitud de adultos azuzados por el más irracional sentimiento de patriotismo:

Como estábamos en medio de una multitud compacta, esto no podía pasar desapercibido. De repente, vi a mi alrededor rostros contorsionados por la ira, manos y brazos que me atacaban. También mis hermanos, incluso el más joven, Georg, recibieron algunos de los golpes destinados a mí, el niño de nueve años.

Individualmente, tal vez, estas personas no se sentían en condiciones de burlarse o incluso de agredir a un niño. Porque, en el primer caso, lo que motivó la risa de los adultos fue su resentimiento por la ventaja del chico; por la precariedad de sus propias situaciones como inmigrantes y angloparlantes.

En el segundo caso, un individuo emocionalmente compensado y en razonable dominio de sus facultades, muy probablemente no se sentiría amenazado por la provocación de los chicos, pues sería capaz de percibir que no eran plenamente conscientes de la gravedad de los sentimientos de miedo y rivalidad que inspira una declaración de guerra.

Nos volvemos como si fuéramos un solo cuerpo con la multitud, perdemos la conciencia de nuestras limitaciones; nos creemos más fuertes y que somos mucho más capaces de conseguir un objetivo, reaccionar contra una amenaza o luchar contra un reflejo de nuestras frustraciones.

En una multitud, nos consolamos unos a otros y nos engañamos a nosotros mismos de que somos de alguna manera superiores a los de fuera; dándonos la impresión de que tenemos el poder de trivializar el conocimiento y agredir a los disidentes ―del mismo modo que los adultos de los episodios anteriores actuaron con Canetti y sus hermanos― sin necesidad de preocuparnos por nuestra parte de responsabilidad individual por lo que nos ocurre y por la violencia que perpetramos.

Los acontecimientos políticos que han tenido lugar en Brasil en los últimos años, así como la insensibilidad de muchos de nosotros ante los desafíos y las pérdidas sufridas durante este periodo pandémico, denuncian el riesgo que corremos al dejarnos llevar por la furia de las multitudes.

Porque aunque las reuniones humanas forman parte de nuestras vidas, incluyendo los bloques de carnaval, los aficionados al fútbol, los movimientos políticos, los grupos religiosos y nuestro propio entendimiento como nación, los sentimientos que nos atraen a estos círculos no siempre reflejan algo positivo.

Quizá por eso, tanto al relatar estos acontecimientos de su vida como al retratar una rica variedad de personajes, Canetti nos llama la atención sobre una cita que atribuye a Charles Dickens, uno de sus escritores favoritos: ¡La criatura más pequeña de una multitud es digna de una mirada!

Solo en este gesto de atención al otro aprendemos a superar el miedo a que las diferencias entre nosotros deban ser vistas necesariamente como una amenaza a nuestra integridad. Al superar este miedo, paradójicamente, nos volvemos cada vez menos ensimismados y, por ello, un poco más recelosos del atractivo de las multitudes.