El español y el catalán, lenguas de cultura
Por Eugenio Trías, ABCEn la reciente guerra de lenguas hay algo que todos parecen dar por sentado. Defensores de la «lengua común» o críticos del Manifiesto parten siempre de una premisa que parece que nadie pueda discutir. Hablan de la pujanza envidiable de la lengua española, una de las tres o cuatro lenguas más habladas del planeta. Unos lo afirman con complacida satisfacción. Otros con nada disimulada envidia.Los nacionalistas se apoyan en ese dato para hacernos escuchar su eterno estribillo de pretendidas víctimas: el resto de lenguas autóctonas, ante la avasalladora vitalidad y fuerza de la «lengua común», se hallan siempre, como las pequeñas especies ante la inexorable ley de selección natural de Darwin, en peligro de extinción. Por ello exigen tratos de favor por parte de todas las instituciones del Estado.Ahora bien: ¿Es cierto que el español es una lengua tan pujante, tan creciente, tan arrolladora como afirman unos y otros? ¿Es verdad que, a diferencia del francés, del italiano y hasta del alemán, el español se ha despegado hasta alcanzar, junto a tres o cuatro lenguas mundiales competidoras, ese rango en el que se la cree confortablemente instalada?Para sostener esa afirmación se efectúa siempre un razonamiento que atiende exclusivamente las leyes de las máximas audiencias. Eso es verdad en términos estadísticos numéricos. Y ello si se contempla al español únicamente como vehículo de comunicación, como lingua franca. Es verdad que desde Nueva York o Miami hasta Tierra de Fuego, excepto en tierras indígenas, apenas se necesita traductor.Pero es necesario plantear las cosas desde otro punto de vista. Debe atenderse también a la manera como las lenguas, todas las lenguas, se proyectan en el abigarrado territorio de la cultura. Plantear criterios de calidad no es elitismo. Ya va siendo hora de que esta socorrida palabra sea convenientemente de-construida.Esos criterios de calidad son válidos en la enseñanza. Son indispensables si se considera a las lenguas como lo que potencialmente son o pueden ser: modos de configuración cultural que atienden a algo más que a la comunicación y a la información. O que hacen de la lengua vehículo de expresión, de concepción del mundo y de conocimiento. No entro ahora en la distinción entre Alta Cultura o Cultura de Masas. En ambos dominios han de regir criterios de calidad.Hoy por hoy la principal lengua de cultura es el inglés. Vence en todos los frentes: en la cultura minoritaria y en la masiva. Me refiero a la cultura de verdad (con o sin mayúsculas): la que a la vez conmueve y hace pensar. La que habla a los sentidos siempre y en la misma medida en que se dirige a la inteligencia.Me temo que en este terreno otras lenguas de cultura sobrepasan al español a pesar de la pujanza y vitalidad cuantitativa de éste. Si atendemos a esos criterios no puede decirse que entre la extensión que el español disfruta y la intensidad cualitativa que posee haya equilibrio.Las facilidades lingüísticas no implican garantías de buena travesía para todo aquello que tiene por sustento la lengua española. Los desequilibrios socio-económicos, políticos y educativos dificultan hasta el absurdo la consolidación de una comunidad cultural como la que, sin duda, se ha podido crear de forma brillantísima con el inglés a través de toda la Commonwelth. No se ha configurado una red como la que de forma tan meritoria han urdido países con idiomas mucho más limitados en términos de cantidad en sus áreas de influencia, como Francia, Alemania o la misma Italia.Es una lástima que en el Manifiesto ni siquiera se haga alusión a este asunto. Es especialmente importante en relación a los asuntos que en ese texto se denuncian.Una de las razones principales, si no la mayor, de todo ese despliegue de medios de todo orden para potenciar, en Cataluña al menos, la lengua autóctona es, justamente, el intento de convertirla en lengua exclusiva de prestigio y cultura, obviamente a expensas del español. El sueño del legislador catalán pretende un bilingüismo catalán-inglés. Pero la realidad es tozuda. Gracias a la espontánea respuesta de la sociedad civil, que no suele crearse problemas con las dos lenguas dominantes, resiste el español mucho más de lo que la obstinación oficial desearía, incluso en este delicado asunto del prestigio cultural.El Manifiesto es, al menos en relación al contexto catalán, bastante decepcionante. De entrada se parte de una contradicción evidente. Se insiste en él en que las lenguas y los territorios no tienen derechos. Éstos sólo los poseen los ciudadanos individuales. Son ellos los que hablan: quienes hacen de la lengua un uso.Pero entonces cabe preguntar de manera bien legítima: ¿Por qué se procura la defensa de la «lengua común»? Por lo que se ve, también es digna de ser defendida (de lo contrario no necesitaría abogacía). ¿En qué quedamos, tienen o no tienen derechos los territorios y las lenguas? Pues la ciudadanía siempre lo es de un territorio, de un contexto lingüístico, de un ámbito comunitario y geográfico.¿Es verdad que todo empieza y termina con el ciudadano individual como único y exclusivo sujeto de derechos y de deberes? ¿Dónde se halla ese ciudadano abstracto, erigido en único átomo de la realidad lingüística, social, cultural? ¿Nada importan los contextos?Todo el Manifiesto se halla recorrido por un individualismo cívico que llama poderosamente la atención: un adamismo de la ciudadanía (como si ésta hubiera sido naturalizada). Este enfoque, en relación a la lengua, es empobrecedor. Bloquea además todo planteamiento que intente pensar la lengua en su cualidad cultural..El legislador autonómico catalán adoptó, a principios de los ochenta, un modelo lingüístico en la enseñanza, y en el mundo oficial de su incumbencia, que evitase la formación de dos comunidades lingüísticas (como sucede en Bélgica). Pero de esa premisa impecable se desprendió una mala consecuencia. La aplicación de ese modelo fue nefasta: de un celo puntilloso en todos y cada uno de los rincones en los que tenía jurisdicción. El legislador, de sañudo carácter nacionalista, quiso imponer la lengua catalana a costa del castellano. Y lo que es muy importante (y siempre se quiere olvidar en todas estas discusiones): quiso erigirla en lengua de cultura, lengua que en el imaginario social se pudiese asociar a calidad, a distinción, a status. En los ámbitos en los cuales la política oficial catalana tiene influencia directa o indirecta se procuró promover al catalán como única lengua culturalmente prestigiosa. No lo ha conseguido. La prueba: el escandaloso modo de exportar cultura en Frankfort hace ahora diez meses. La nula representación de cultura hablada y escrita en español, pero genuinamente catalana, causó sentimiento de estafa en toda la prensa alemana. Quienes siendo catalanes tenemos como lengua materna y forma de escritura el español sentimos la helada evidencia de que se nos rechazaba desde instancias oficiales. La vergonzosa forma de afrontar por parte del Tripartito la Feria de Frankfurt fue lo más parecido a una expulsión.Si los sueños de pequeño país independiente pudieran trascenderse en ambiciones de país sano y afirmativo, entonces la cooperación leal con toda la cultura que desde España se proyecta en el mundo daría frutos sabrosos en ambas partes. Sería beneficioso para España y para Cataluña. Pero eso implicaría que los defensores acérrimos de la lengua española modificasen igualmente su actitud. El Manifiesto sólo ha conseguido, de momento, azuzar y atizar los peores instintos: los que tienen por funesto embajador la recíproca inquina, en un juego siniestro de espejos deformados. De la unión de Materia y Antimateria no surge nada fecundo.