El increíble arte de traducir las lenguas prerromanas sin una piedra Rosetta
Iberia antes de las conquistas de Cartago (c. 300 a. C)
Jean-François Champollion (1790-1832), considerado el padre de la egiptología moderna, ha pasado a la historia por ser el primero en descifrar, hace dos siglos, en 1822 la escritura jeroglífica, gracias al estudio de la Piedra Rosetta, un mismo texto en tres idiomas (egipcio jeroglífico, escritura demótica, propia de la casta sacerdotal, y griego) que fue hallado en 1799 durante las campañas napoleónicas en Egipto. Por ello, el nombre del genial epigrafista francés se recuerda en múltiples artículos, libros, estudios, películas, documentales, estatuas, calles… Sin embargo, no ocurre lo mismo con el granadino Manuel Gómez-Moreno (1870-1970), que descifró las escrituras prerromanas a mediados del siglo XX ―pero sin piedra Rosetta de por medio― armado solo con cuadernos y lápices. Su nombre vuelve así a primer plano tras el reciente hallazgo de la llamada Mano de Irulegi cerca de Pamplona, un objeto de hace 2.100 años, con 40 caracteres en la lengua protovasca y la traducción de su primera palabra (sorioneku, buen augurio) por parte de los catedráticos Javier Velaza y Joaquín Gorrochategui. ¿Cómo pudieron estos desentrañar su significado?
Los cinco grandes idiomas (lusitano, celtíbero, íbero, protovasco y tartésico) que se hablaban en el momento en que los romanos desembarcaron en la península (218 a. C.) pueden ser leídos e interpretados gracias a epigrafistas como el marqués de Valdeflores (1722-1772), Gómez-Moreno y Antonio Tovar (1911-1985), si bien aún restan muchas dudas e incógnitas que es necesario despejar. Martin Almagro Gorbea (Barcelona, 76 años), excatedrático de Prehistoria y especialista en protohistoria ibérica, lo resume así: “Actualmente, solo se discute si en un texto pone ‘esta es la estela de Fulano’ o si, por el contrario, hay que traducirlo como ‘aquí está enterrado Fulano’. Y se lo debemos, en gran parte, a Gómez-Moreno, el gran epigrafista español”.
La península Ibérica siempre fue una especie de reservorio de lenguas indoeuropeas y no indoeuropeas. Al estar en el Finisterre del continente y, por lo tanto, alejada de los grandes flujos migratorios occidentales, sus idiomas se mantuvieron arcaizantes y con escasos cambios. Los habitantes de Hispania, dividida en dos grandes masas terrestres (atlántica y mediterránea), estuvieron fuertemente cohesionados por razones comerciales, lo que provocó que muchos de ellos fueran posiblemente bilingües. Por ejemplo, los rebaños de los pastores trashumantes celtíberos del norte pastaban en invierno en el meridional Tartessos o Gadir, una ciudad eminentemente mediterránea, pero en pleno Atlántico.
En el Tercer Milenio a. C., gentes indoeuropeas procedentes de Ucrania y del sur de Rusia penetraron en el Báltico, generando las lenguas germánicas del norte de Europa, mientras que los que se desplazaron hacia el Oeste dieron lugar a las célticas. El hecho de que este grupo humano portase el grupo genético R1b ―que les permitía, por ejemplo, asimilar las proteínas de la leche y acumular grandes reservas de ferritina, lo que facilitaba su supervivencia y expansión― ha llevado a los investigadores a seguir su rastro lingüístico en Hispania y Europa. Así han determinado que los protoceltas se asentaron en la Península en forma de mosaico por toda el área atlántica y con ellos llegó el idioma que los lingüistas denominan lusitano. Cuando apareció la escritura, dos milenios después, su huella idiomática se hizo visible desde el norte peninsular hasta Sierra Morena.
En las zonas mediterráneas, en cambio, se hablaba la lengua ibérica. Este idioma procedía de Anatolia (Turquía) y se extendió en el Quinto Milenio por el Mediterráneo occidental. Se impuso en el Levante español, Jaén y Andalucía Oriental, donde coincidió con la cultura del Argar y la prototartésica, que tenía su propio idioma, el tartésico (zona de Huelva y sur de Portugal). La lengua ibérica se relacionó por contacto, además, en el norte peninsular con el protovasco, aunque este último también puede estar interconectado con el protosardo.
En el 1200 a. C, por los pasos orientales de los Pirineos irrumpieron gentes de una cultura celta conocida como de los campos de urnas, nombre que reciben porque tenían la costumbre de incinerar a sus muertos y enterrarlos dentro de vasijas en amplias necrópolis. En su expansión alcanzaron la zona del Alto Jalón (Zaragoza), el Sistema Ibérico, Soria y Guadalajara. Son lo que se conoce como celtíberos, un grupo humano que se impuso en estas áreas a los celtas más antiguos que llevaban siglos asentados en la Península. Su lengua, el celtibérico, está muy próxima, por tanto, a los idiomas celtas de Europa, aunque debido a su ubicación geográfica no evolucionó tanto como sus hermanos: el celta galo o el celta gaélico. Estos celtíberos se desplazaron luego hacia el occidente peninsular ―eran ganaderos― con lo que absorbieron lingüísticamente a otros pueblos ibéricos de esas áreas, como los vacceos o los vetones, que se celtiberizaron. Se extendieron hasta una imaginaria línea que va de las actuales Astorga a Mérida.
Al oeste de esta franja, se mantuvo, en cambio, la lengua indoeuropea de los lusitanos, en lo que hoy es Galicia, Portugal y Extremadura. Su idioma tenía, como el español, solo cinco vocales. De esta lengua solo se conservan cien palabras, a medio camino entre el celta y el itálico, por lo que su interpretación resulta todavía difícil. Posiblemente, sea una lengua que desgajó cuando el celta y el itálico no se habían diferenciado aún con las primeras migraciones. A diferencia del resto de pueblos ibéricos, los lusitanos solo empezaron a escribir una vez conquistados por las legiones de Roma. De hecho, existen algunas inscripciones de sacerdotes lusitanos con instrucciones rituales, pero con un prólogo en latín. Este idioma fue identificado por Antonio Tovar en los años cincuenta del siglo pasado.
Las élites íberas, al contrario, sí conocían la escritura: la tomaron de los tartésicos en el siglo VI a. C. ―mantenían relaciones comerciales con ellos―que, a su vez, la adaptaron de los fenicios hacia el siglo VIII a. C. Este alfabeto desarrolla un sistema semisilábico, que consiste en escribir vocales y consonantes líquidas y nasales con un solo signo, pero también usa único signo para las sílabas oclusivas (sistema silábico). La escritura ibérica se divide, a su vez, en meridional (Andalucía, Murcia y Alicante) y levantina (de Valencia al Rosellón, en Francia).
Los celtíberos, por su parte, copiaron la escritura de los íberos, de tal manera que es la misma prácticamente con solo algunas variaciones. El descubrimiento de la Mano de Irulegi en Navarra, 40 signos, demuestra que los protovascos tomaron ―también con algunas variaciones para reproducir sonidos propios de su lengua― la escritura de los celtíberos. La lengua vascona se hablaba al sur de los Pirineos, entre Jaca y Navarra hasta Aquitania (sur de Francia), no en el actual País Vasco, cuyos habitantes se entendían en celta, como demuestran los nombres de los accidentes geográficos (Deva o Nervión, por ejemplo). Lo que ahora es Euskadi solo se vasquizó lingüísticamente durante la Edad Media, por lo que este territorio fue conocido desde entonces como Las Vascongadas, que significa las tierras que se vasquizaron.
¿Pero cómo es posible interpretar todas estas lenguas sin piedra Rosetta? El primero que identificó la lengua celtibérica fue el marqués de Valdeflores, Luis Joseph Velázquez de Velasco y Cruzado, en el siglo XVIII. Escribió un tratado sobre sus signos gracias a las monedas que logró identificar de la época. Pero el espectacular salto se produjo con los estudios de Manuel Gómez-Moreno, que cotejó las inscripciones de las monedas celtíberas con las romanas de una misma ciudad. De tal manera que el nombre de poblado escrito en las dos piezas numismáticas permitía comparar las dos escrituras y llegar a entender sus símbolos. De todas formas, su gran aportación fue descubrir el sistema semisilábico (alfabeto compuesto por letras y sílabas). El lusitano, por su parte, fue desentrañado por Tovar años después.
El alemán Jürgen Untermann (1918-2013) recopiló un vocabulario en sus Monumenta linguarum Hispanicarum de todas las palabras desentrañadas de la península Ibérica. Así, del lusitano se conocen un centenar, del tartésico unas decenas ―porque casi no se han hallado inscripciones―, del ibérico y del celtibérico casi un millar de cada una.
¿Y de todas estas palabras cuántas se entienden? “Se lee con seguridad el 80% de las celtibéricas y el 60% de las ibéricas, mientras que del tartésico, muy pocas porque los expertos no se ponen de acuerdo si es una lengua indoeuropea mezclada con elementos antiguos. Del lusitano se entiende el 60%. Pero esto no significa que se hayan desentrañado los idiomas en este porcentaje, sino que somos capaces de leer en esos tantos por ciento los textos que hemos encontrado”, explica Martín Almagro.
Actualmente, los expertos están intentando realizar avances a través de la inteligencia artificial. “Primero se están haciendo los corpora [bases de datos de las palabras identificadas] y, cuando los tengamos, se meterán en los ordenadores. Hay lingüistas trabajando en ello, pero si no tienes datos, no se puede avanzar. La arqueología está atrasada en esto. Seguimos buscando monedas mirándolas en los libros. Lo lógico sería ponerlas en un escáner y encontrar paralelos”, añade el catedrático.
Existe una base de datos (hesperia.ucm.es) que pone a disposición de los interesados todo lo que los lingüistas conocen del tartésico, celtíbero, íbero y protovasco. Es de acceso libre y en sus mapas se pueden localizar y leer todo lo que se sabe de las inscripciones encontradas. No incluye traducciones, pero sí la descripción de los objetos (de monedas a lápidas) con las palabras grabadas en ellos y el contexto arqueológico en que fueron halladas.