El lenguaje como centro del ser humano
El lenguaje permite el pensamiento, nos hace humanos
El lenguaje ha sido objeto de estudio de diferentes ciencias sociales y humanas, en épocas y espacios intelectuales diversos, que contribuyen a designarlo y a especificar sus atributos.
En Mensch und Sprache, ensayo publicado en Muttersprache (1965) –revista dedicada a la investigación de la lengua alemana– Gadamer concibió el lenguaje como el verdadero centro del ser humano. En Hombre y lenguaje, traducción al español de Mensch und Sprache, Gadamer (1992) señaló la centralidad del lenguaje en el desarrollo de lo humano por la vía de la revisión de la concepción aristotélica de hombre como ser vivo dotado de logos. Desde esta definición, el hombre es un ser racional que se distingue de otros animales por su capacidad para pensar y es tal en tanto ser que posee lenguaje, diferente por ejemplo de las llamadas de celo y de advertencia de los pájaros.
El lenguaje es el medio mediante el cual se manifiestan hechos, si bien no siempre “verdaderos”. Sin embargo, esto implica que el comportamiento del ser humano no sigue vías instintivas fijas, tal como ocurre por ejemplo con las aves cuando tempranos fríos de invierno las impulsan a obedecer su instinto de migración y dejan morir de hambre a las crías que hasta ahora habían estado alimentando incansablemente en el nido. Los seres humanos, en cambio, deben construir con los demás un mundo común por medio del intercambio permanente que se produce en la conversación (Gadamer, 1998: 152).
La acepción de logos, anclada a la idea de pensamiento, ha opacado su dimensión lingüística que está íntimamente ligada a la racionalidad. Es por ello que “se tradujo la palabra griega logos por razón o pensamiento. Pero esa palabra significa también, y preferentemente, lenguaje” (Gadamer, 1992: 145). El ser humano, en consecuencia, puede pensar “lo común, tener conceptos comunes, sobre todo aquellos conceptos que posibilitan la convivencia de los hombres sin asesinatos ni homicidios” y puede hablar, esto es, “hacer patente lo no actual mediante su lenguaje, de forma que también otro lo pueda ver” (Gadamer, 1992: 145). Estos atributos –pensar y hablar– llevaron al filósofo alemán a plantear que el ser humano es un ser vivo dotado de lenguaje. No obstante, pese a esta tesis «razonada y convincente», la esencia del lenguaje “no ha ocupado, ni mucho menos, el punto central en el pensamiento filosófico de occidente” (Gadamer, 1992: 146).
La explicación del origen divino del lenguaje –provista por la tradición cristiana occidental– contribuyó a desplazar su estudio, en tanto que, como don otorgado por la divinidad al primer hombre, no requería una comprensión diferente. Desde esta perspectiva, en el mismo acto de la creación, Dios le confirió a Adán una capacidad lingüística plena y perfecta –como lo es él– mediante la cual impuso un nombre a cada ser creado (Génesis 2:20). Esta concepción dominó en diversas épocas y espacios intelectuales al punto que fue hasta el siglo XVIII, en el marco de la Ilustración, cuando se planteó de nuevo la cuestión del origen del lenguaje, ya no por la vía del relato de la creación sino por la de la naturaleza del hombre, que puso de manifiesto su lingüisticidad originaria en detrimento de la idea de “estado previo del hombre a-lingüístico” (Gadamer, 1992: 146), esto es, en contra de la creencia según la cual el lenguaje –como «algo» exterior al hombre– es un don otorgado por la divinidad.
Al respecto, fue Wilhelm von Humboldt quien puso de manifiesto la “lingüisticidad originaria del hombre”, a partir de sus investigaciones sobre la heterogeneidad de la estructura del lenguaje. El estudio del origen de las lenguas desarrollado por este filósofo y lingüista alemán, por consiguiente, no solo contribuyó a la comprensión de la diversidad de los pueblos y épocas (estructura de las culturas, cosmovisiones), sino que sentó las bases de los estudios lingüísticos modernos.
A mediados del siglo XX, algunos planteamientos de Humboldt tuvieron amplio desarrollo a partir de los postulados innatistas de Chomsky (1972: 49), para quien “el énfasis cartesiano del aspecto creador del uso del lenguaje […] encuentra su más potente expresión en el intento de Humboldt de desarrollar una teoría completa de la lingüística general”. Para Humboldt, al igual que para Chomsky, las lenguas comparten propiedades universales y son reflejo de una cierta gramática universal.
“Pero la mera dotación del hombre con una facultad y el conocimiento de las leyes estructurales de esta facultad –llámese gramática, sintaxis o vocabulario– limitó el horizonte de la pregunta por el hombre y por el lenguaje” (Gadamer, 1992: 146), en tanto que le atribuía conciencia de su decir aun cuando aquello que dice está atravesado por la inconsciencia. La definición cartesiana de conciencia como autoconciencia, que pasó a ser en el pensamiento moderno el criterio de cientificidad predilecto, influyó en la investigación del lenguaje; de modo tal que “la capacidad lingüística era uno de los fenómenos que acreditaban la espontaneidad del sujeto”; sin embargo, “por útil que pueda ser la interpretación de la cosmovisión subyacente en los idiomas partiendo de este principio, no aparece así el enigma que el lenguaje ofrece al pensamiento humano. Porque la esencia del lenguaje implica una inconsciencia realmente abismal del mismo” (Gadamer, 1992: 147). Gadamer, como ejemplo, planteó que la creación tardía del término alemán die Sprache (el lenguaje) supondría una conciencia lingüística; no obstante, tal proceso de acuñamiento estuvo atravesado por la inconsciencia. En suma, Gadamer pone de manifiesto el trasfondo inconsciente del lenguaje para oponerlo a la tesis de autoconsciencia de Descartes.
En su ensayo, Gadamer (2006) plantea tres rasgos esenciales del ser del lenguaje: el auto-olvido esencial que corresponde al lenguaje, la ausencia del yo y la universalidad del lenguaje. El planteamiento de Gadamer (2006: 149) sobre el «auto-olvido esencial que corresponde al lenguaje», según el cual “ningún individuo, cuando habla, posee una verdadera conciencia de su lenguaje”, refiere a que cuando el sujeto usa el lenguaje, su estructura y gramática –aquello abordado por la ciencia– quedan inconscientes; es por ello que no puede hacer completamente explícita la gramática de su lengua.
El autoolvido también alude al aprendizaje imperceptible de la lengua que el niño hace a partir de sus experiencias con el mundo. Con la «ausencia del yo», Gadamer recuerda que el habla no pertenece a la esfera del «yo», sino a la del «nosotros», en tanto que hablar es hablar con alguien, con y para un interlocutor: así, “la realidad del habla, como se ha observado desde hace tiempo, consiste en el diálogo” (Gadamer, 2006: 150). Y es, precisamente, la noción de «juego», alejada de la idea de conciencia del sujeto ludente, la que va a permitir a Gadamer describir la forma efectiva del diálogo. Finalmente, la «universalidad del lenguaje» se refiere a que “nada puede sustraerse radicalmente al acto de ‘decir’, porque ya la simple alusión alude a algo” (Gadamer, 2006: 151); en otras palabras, el lenguaje no constituye un ámbito cerrado; por el contrario, lo envuelve todo. Nada queda por fuera de su dominio.
Gadamer finaliza su revelador ensayo planteando que el lenguaje es el verdadero centro del ser humano si se contempla en los ámbitos de la convivencia humana, del entendimiento y del consenso, que son necesarios para la vida misma. En un espacio intelectual dominado por las perspectivas estructuralista y generativista, los planteamientos de Gadamer sobre el lenguaje, a partir de su relectura de autores clásicos como Aristóteles y Platón, fueron un «aire fresco» que abrió nuevos horizontes a la investigación filosófica y lingüística.
* Oscar Iván Londoño Zapata es lingüista, magíster en Educación y doctorando en Lenguaje y Cultura.