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Izquierda plural actúa contra el menosprecio de la RAE a la lengua asturiana

08/12/2014
Dr. Luis Fernando Lara

 

El autor del Diccionario básico del español de México, renombrado lingüista y académico, además de investigador del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México y miembro de El Colegio Nacional, reflexiona sobre el castellano del presente siglo.

Para todos nosotros, cuya lengua materna es el español, hablar o escribir es ante todo una práctica cotidiana y espontánea. Lo mismo sucede con los hablantes de otras lenguas, o con nosotros mismos, cuando aprendemos a hablar suficientemente una lengua extranjera. Practicada la lengua materna desde la más temprana niñez, no nos damos cuenta de que, conforme vamos recibiendo la lengua de nuestros padres y de la sociedad en que vivimos, vamos adquiriendo también una educación de la lengua, es decir, una manera o un conjunto de maneras de hablarla o de escribirla. La facultad de hablar una lengua, dice Noam Chomsky, es universal y natural al ser humano; sí; pero esa facultad sólo encarna, sólo se hace concreta con una lengua particular y esa lengua particular no surge sola de la cabeza de cada persona, sino que se va conformando en su aprendizaje y en su educación por una sociedad determinada. Sólo así aprendemos cómo hablar a los mayores, cómo hablar con la gente de nuestro barrio, de nuestra ciudad, de nuestra región; sólo así hacemos nuestras las tradiciones de la lengua de cultura, esa que reconocemos tanto en Cervantes y Sor Juana Inés de la Cruz, como en Sarmiento, José Hernández, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, o Rubén Darío, Ramón López Velarde y Tomás Segovia. Argentinos y mexicanos, españoles y cubanos, reconocemos en ellos nuestra misma lengua, aunque los acentos y las tonadas cambien, el vocabulario sea distinto o tengamos ciertas preferencias al formular una oración.

Tal capacidad de identificar en la variedad real una misma lengua no es efecto natural de la comunicación humana y ni siquiera de la asombrosa capacidad de comunicación que nos ofrece el mundo contemporáneo. Es resultado de una educación en la que privan dos valores sociales: el de la posibilidad de entendernos y el de la identidad –una abstracción– del español. El valor del entendimiento se gestó durante la Baja Edad Media, por el interés del rey Alfonso X “El Sabio” de Castilla, quien inauguró la prosa castellana (ciencia, jurisprudencia, historia), no para oponer el castellano a las lenguas vecinas –él mismo escribió en gallego-portugués–, sino para lograr el entendimiento entre los pueblos que iban cayendo en sus manos conforme avanzaba la llamada “Reconquista” cristiana de la península ibérica. El valor de la identidad del español fue obra de Nebrija, quien la plasmó en su Gramática de 1492, y cuyo efecto se hizo sentir a lo largo de los siglos que duró la colonización española del continente americano. Fueron, en cambio, las independencias hispanoamericanas las que dieron lugar a la formación de un tercer valor social: el de la unidad de la lengua, gracias a un gramático cuya influencia se esparció por todo el continente: Andrés Bello. Preocupado sinceramente por lo que podría suceder con el español a partir del momento –casi simultáneo– en que se constituyeron nuestros países y nuestras nacionalidades hispanoamericanas, cuando hubo en América quienes, como Sarmiento o Alberdi, se preguntaron seriamente si la independencia de España no debiera implicar una total independencia lingüística, Bello escribió su gramática “para el uso de los americanos” con el objetivo de conservar una unidad de la lengua que siguiera facilitando el entendimiento entre todos los hispanohablantes. Desde entonces, el valor de la unidad de la lengua se ha impuesto sobre el valor del entendimiento —que no necesariamente es monolingüístico, como lo demuestra la obra del rey sabio— y es el que define su identidad.

Cuando en una sociedad hay necesidad y voluntad de entenderse con sociedades vecinas, la mutua inteligibilidad se construye y se aprecia: hay que pensar en lo que hacemos los hispanoamericanos cuando viajamos a Brasil, a Italia o a Cataluña: quizá no sabemos hablar portugués, italiano o catalán, pero gravitando sobre el asombroso fondo común latino, logramos darnos a entender con ellos y apreciar sus lenguas. Algo semejante hacemos cuando vemos películas españolas, argentinas, colombianas o mexicanas: obviamos las diferencias e incluso las celebramos. Cuando, en cambio, sobre el valor del entendimiento se sobrepone el valor de la identidad, nos encontramos con sociedades que se niegan a hacer el esfuerzo de entender a los demás, como a veces nos sucede en Francia. Quizá sea la identidad del francés, tan insistentemente buscada desde la época de Francisco I e incluso, exageradamente, durante los años inmediatamente posteriores a la Revolución francesa, el mejor ejemplo de lo que implica la defensa de la identidad de la lengua sobre la necesidad humana de entenderse. (Durante la Revolución se persiguió las variedades regionales francesas y se las prohibió como contrarrevolucionarias; hoy día, la cuestión de la identidad del francés parece ser el mayor obstáculo para que los francófonos de Quebec rompan la “esquizofrenia lingüística” de hablar su francés, pero tener que enseñar el francés de la Ile de France).

Algo semejante está sucediendo con el valor hispánico de la unidad de la lengua. Si la fundación de la Real Academia Española tenía como principal objetivo la celebración de la calidad de la lengua, tal como lo había mandado hacer el cardenal Richelieu para el francés casi cien años antes, desde el momento en que Bello enunció y defendió la unidad del español, la Academia se ha venido convirtiendo en guardiana de la unidad, pero una guardiana metropolitana y española, no hispánica, de un español cuya ortografía y cuyo léxico, principalmente, pretende dirigir. Así, desde mediados del siglo XIX las variedades hispanoamericanas, consideradas a priori como tendientes a la incorrección y al barbarismo, han venido subsumiéndose a la idea de que hay un “español general” definido por la Academia sobre el castellano de Madrid, principalmente, rodeado por los españoles periféricos de América (aunque así han tratado también al de Extremadura, Andalucía y Canarias). Menudean los diccionarios de americanismos (ahora piadosa y tramposamente rebautizados como “diccionarios del español de cada país” como Chile, Colombia, etc. Los únicos diccionarios verdaderos del español integral de un país son los de Argentina y México); la Real Academia presentó un nuevo Diccionario de americanismos a fines de 2010; tal obra, por bien que estuviera documentada y redactada –lo que no es el caso– no tiene por objetivo principal apreciar la variedad hispánica, sino seguir perpetuando la diferencia entre ese supuesto español general metropolitano y las diversas variedades hispanoamericanas.

La educación de la lengua en Hispanoamérica ha sufrido esa dicotomía entre el español académico, considerado como el ideal de la lengua, y los españoles que hablamos: ¿por cuánto tiempo corrigieron a los niños argentinos en la escuela para que no usaran sus imperativos “mirá”, “subí”, “vení”, y para que desarraigaran el voseo de su habla? ¿No fue nada menos que don Ramón Menéndez Pidal quien pensaba que si a los hispanoamericanos nos educaran “bien” podríamos aprender la diferencia castellana entre ese y zeta? ¿No fue Leopoldo Alas quien sostuvo que “los españoles son los amos del idioma”? ¿No es ahora la prensa española la que envía a Hispanoamérica sus noticias, en donde se habla de “zulo” y no de “agujero”, de “paro” y no de “desempleo”, de “seísmo” y no de “sismo” o de “temblor”; en donde se lee “el Real Madrid encajó tres goles del Barcelona”, que quiere decir, en español culto –he ahí la diferencia– “el Barcelona le encajó tres goles al Real Madrid”? ¿No llaman la atención las piruetas conceptuales de los libros de estilo españoles para justificar las dos preposiciones a por en “voy a por el pan” o para imponer el antietimológico leísmo (“le he visto”) al más general “lo he visto”? Aceptada la dicotomía entre “español general” académico y “español periférico” americano, la capacidad financiera de la Real Academia, apoyada por la corona y las grandes empresas transnacionales españolas, no promueve la conservación de la unidad, sino la unificación del español, dirigida e impuesta desde España (la Fundación Español Urgente: Fundéu). Unidad y unificación no son lo mismo: la unidad ha existido siempre y con ella la variedad de la lengua, riqueza suprema de nuestras culturas nacionales; la unificación lleva a la pérdida de las diferencias culturales, que nutren al ser humano y son tan importantes como la diversidad biológica de la Tierra.

Culturas nacionales: desde que nacieron los primeros criollos, mestizos y mulatos en el continente hispanoamericano, las diferencias de colonización, las improntas que dejaron en las nacientes sociedades americanas los pueblos aborígenes, la explotación de las riquezas naturales, las redes comerciales coloniales fueron creando culturas propias, diferentes entre sí, aunque con el fondo común de la tradición española. Después de las independencias, cuando se instituyeron nuestras naciones, bajo diferentes influencias, ya francesas, ya inglesas; cuando los inmigrantes italianos, sobre todo, dieron su pauta a Argentina, Uruguay o Venezuela, esas culturas nacionales se consolidaron y con ellas su español, pues la lengua es, ante todo, constituyente. Así, el español actual de España no es sino una más de las lenguas nacionales del mundo hispánico. El español actual es el conjunto de veintidós españoles nacionales, que tienen sus propias características; ninguno vale más que otro. La lengua del siglo XXI es, por eso, una lengua pluricéntrica .

Pero además, por las mismas condiciones de la evolución y el desarrollo moderno de estas naciones, las capitales de algunas de ellas han adquirido un mayor poder de irradiación de la lengua sobre las demás, mediante su producción editorial y su producción cinematográfica, televisiva y radial: Barcelona, Bogotá, Buenos Aires, Madrid y México han sido desde el siglo XX, centros de irradiación del español; hoy hay que sumar a ellas, probablemente, Miami y Los Angeles. Aun cuando no se disponga todavía de un estudio profundo y completo de los factores que vuelven a estas ciudades polos de irradiación, se puede afirmar su importancia en la conformación actual del español. En consecuencia, el español del siglo XXI es también una lengua multipolar .

Tales policentrismo y multipolaridad del español actual hacen de nuestra lengua un interesante complejo lingüístico como no parece encontrarse en otras lenguas del mundo, y requieren comprenderlos y tomarlos en cuenta en relación con los tres valores históricos del español: entendimiento, identidad y unidad. El policentrismo tiende a afirmar las variedades nacionales y ya se dan casos (esporádicos) de afirmaciones nacionalistas que pretenden distanciar su español en relación con los otros; la multipolaridad hace predominar las variedades nacionales de los polos de irradiación, a despecho de las demás variedades nacionales. Ambos hechos se manifiestan sobre todo en la traducción de obras en lengua extranjera, tanto literarias como científicas, así como en los doblajes y subtitulajes de películas y series de televisión. Se dan casos en que los hablantes de una variedad nacional reaccionan negativamente a las traducciones que reciben. La acción de los libros de estilo españoles, de las Academias y de la Fundeu promueve, claramente, la unificación de la lengua a partir de la variedad nacional española y sus polos de irradiación; poco a poco va creciendo la protesta en Hispanoamérica a ese afán de dirigir la unidad del español.

 

Otra solución

Hay otra solución posible: recuperar la lengua literaria, producto de su cultivo histórico desde el siglo XII. Esa lengua, que todavía se aprende en las facultades filosofía y letras, no debe considerarse como patrimonio español, sino como patrimonio de todos los hispanohablantes. En ella han escrito nuestros mejores autores: Borges y Fuentes, Sánchez Ferlosio y Arreola, García Márquez y Lezama Lima. La lengua literaria o lengua culta es sustancialmente una tradición, que renuevan los mejores hablantes de español; es una memoria educada de las mejores experiencias de la lengua, que forma la tradición culta del español. Como tradición, no es codificable; es decir, no se puede establecer una lista de “lengua correcta”, como lo pretenden los libros de estilo y la Fundéu. La lengua literaria se aprende en la lectura y en la práctica de la escritura, generalmente orientadas por un maestro, en la escuela y en la universidad, y por lo tanto es variable; no sólo eso: se nutre de la variedad. Para que se conserve la tradición culta de la lengua no hacen falta agencias normativas dedicadas a su codificación; hace falta una educación abierta y libre.

La divergencia entre las lenguas nacionales, y la que se produce cuando los polos de irradiación se atienen, con miopía, a sus respectivas lenguas nacionales —se ve claramente en las traducciones españolas— se resuelve no imponiendo una codificación o una sola de las variedades, sino ateniéndose a la tradición culta, cuya única patria es la lengua. Que esta solución es más compleja y difícil de manejar, no hay duda, pero es mejor que el sometimiento a una variedad que se impone o a la dispersión de lenguas nacionales impermeables a las demás.