La interminable historia de las palabras
Algo sucedió en los homo sapiens hace 70.000 años. No sabemos qué fue, pero de pronto esas lejanas personas comenzaron a inventar barcas, lámparas, flechas. El historiador Yuval Noah Harari cuenta en su famoso libro De animales a dioses que durante este periodo aparecen los primeros objetos de arte y joyería, a la par de los registros más antiguos de religiones y estratificación social. Muestra como ejemplo una increíble figurilla de marfil de mamut que representa un “hombre león” o “mujer leona” procedente de la cueva de Stadel en Alemania. Fue hecha hace 32 mil años y es una “prueba indiscutible” de que ya estaba presente “la capacidad de la mente humana de imaginar cosas que no existen realmente”. Eran, agrega el escritor, tan inteligentes como nosotros y “podríamos aprender su lenguaje y ellos el nuestro”.
Este cambio en la inteligencia llega, precisamente, con el nacimiento de las lenguas. Tampoco sabemos cuál fue la primera ni de dónde surgió. El origen del lenguaje es uno de los grandes temas que a lo largo del tiempo hemos tratado de resolver desde la mitología (con La torre de Babel), la filosofía (Platón y su diálogo del Crátilo), la gramática (ya en la antigua India, Panini intentó organizar el sánscrito), la literatura (la poesía que conjura todas las cosas), la lingüística (que si el lenguaje es cultural o es una habilidad del cerebro) y la ciencia. Nos dicen que fue producto de una mutación genética, que fue la evolución de sonidos a sistemas complejos de comunicación. A mí me gusta pensar, con gran romanticismo, que fue producto de una chispa divina inexplicable.
Durante muchos años, en la Edad Media, se creyó que la lengua primitiva era el hebreo. Paul Auster jugó con esta idea en su novela Ciudad de Cristal, donde un lingüista enloquece y aísla a su hijo pequeño para saber si hablaría aquel mítico idioma de forma “natural”. Fue hasta el siglo XIX cuando los gramáticos comparatistas descubren la relación entre el sánscrito y las lenguas europeas. Posteriormente, Saussure y otros estudiosos bautizaron la disciplina como ciencia lingüística. Las tesis se siguen discutiendo: Monogénesis, todas las lenguas nacieron de una original; Poligénesis, diversas lenguas surgieron al mismo tiempo. Justo ayer, buscando material para mis clases, encontré una noticia de un lingüista que aseguraba tener la evidencia científica de que todas las lenguas provienen “de un lenguaje común de África”.
Otro misterio: las familias lingüísticas. No se sabe con exactitud cuántas lenguas se hablan actualmente en el mundo. Se estima que entre cuatro y seis mil. Agruparlas en estas “familias” resulta un severo reto que siempre genera polémica entre los expertos. Eso sin contar que desconocemos el origen de una inmensa cantidad de lenguas y que muchas no se han estudiado a profundidad. Lo que sí podemos afirmar es que sin lenguaje no hay civilización. Sin la capacidad de trasmitir a los demás ideas abstractas, cuentos, invenciones, sería imposible que tuviéramos la organización actual. Casi todo lo que hacemos es imaginado. Invito al lector a que mire por la ventana o que observe su cuarto (o a sí mismo). Las casas, los muebles, la ropa, los utensilios, las ideas, el trabajo (la nación, el dinero, las leyes, son órdenes imaginados) no existirían sin que antes alguien lo pensara y se lo compartiera a sus semejantes.
Es interminable la historia del origen del lenguaje, tan apasionante como el resto de las preguntas existenciales (aún no sé cómo algunos autores consiguen hacer de sus libros de lingüística una verdadera tortura). Quizá mañana aparezca otra notica que nos regrese a la teoría de la poligénesis, donde se compruebe el surgimiento simultáneo de varias lenguas. Porque nuestra naturaleza creativa y fantasiosa no se detiene (un misterio más): una y otra vez volveremos a imaginar.