La ortografía en el lenguaje cotidiano y hasta en los gestos
Una curiosa prueba de que una sociedad está creciendo en alfabetización es el traspaso de términos propios de la ortografía al discurso hablado. Cuando, sentados con los amigos en una terraza, nos contamos novedades de las vacaciones, puede que alguno nos interrumpa para decirnos: “¡Paréntesis! ¿Qué pedimos?”. Y entonces estará llevando la ortografía a la conversación. Anunciar al hablar que vamos a hacer un paréntesis, querer convertir una ocurrencia en una sentencia senequista añadiendo “y punto”, indicar que alguien es un necio “con mayúsculas” o hacer el enojoso gesto de las comillas con el doble dedo en el aire son ejemplos que muestran que cuando hablamos nos apoyamos en signos emanados de la escritura, y que incluso, tales imágenes aparecen en hablantes que no manejan con soltura el código gráfico de su idioma. Hablar modulando lo dicho con signos ortográficos es un hábito propio de lenguas con escritura y se basa en una metáfora cognitiva, común pero bellísima, de que hablar es escribir palabras en el aire. Nos manifiesta que en la cultura lingüística se ha terminado incluyendo la ortografía; revela que de alguna forma los hablantes son también “escribientes” y que se sirven de los signos ortográficos para ajustar o realzar lo que dicen. En los tiempos donde la gente apenas sabía leer y mucho menos escribir, los hablantes también matizaban lo dicho, pero no acudían para ello a la ortografía, un sistema que les era ajeno.
En esos mismos tiempos de antes, circulaba un dicho para caracterizar a la gente enfadona: nuestros antepasados del XVI se reían de aquellos a quienes les ofendía un mosquito. Hoy las cosas han cambiado, pero no las susceptibilidades, que han resultado ser también ortográficas: ahora parece que hasta un punto ofende. Y esto es literal. Según nos llega de Estados Unidos en textos que tratan de ayudar a comunicar sin ser ofensivo dentro del ámbito empresarial, no es lo mismo escribir “Hablamos mañana” que “Hablamos mañana.”. En los mensajes de móviles, donde el canal puede permitirnos cierta ligereza ortográfica, creen algunos que quien se esfuerza por poner los puntos de cierre está dando tal formalidad al mensaje que resulta grosero para su destinatario.
En el mundo actual, retocar la lengua es un modo fácil y barato de parecer moderno, equitativo o cuidadoso con los demás. Algunos creen que conviene decir “andaluces y andaluzas” para ser feminista, que basta no decir “no me seas burro” al que lo es para ejercer de animalista o que es necesario usar el circunloquio “persona racializada” para mostrar profundas convicciones contra la discriminación. Pero eso no basta, de hecho, es que ni siquiera es estrictamente necesario armarse de tanta migaja lingüística para tener una buena bolsa de valores ciudadanos y democráticos. Es una simpleza pensar que la lengua arregla la injusticia y es un enorme oportunismo aferrarse a esos arreglos lingüísticos para obtener la ciudadanía de persona con valores. La corrección lingüística no nos exonera de un ejercicio verdadero de civismo.
Pero la cuestión es que con tanta corrección hemos terminado pensando que lo fundamental y lo ofensivo es la menudencia. Acabar un mensaje de móvil con punto es agresivo: ¡el punto final ofende! Y es entonces cuando podemos verificar que, aunque seamos una sociedad ampliamente alfabetizada, nos estamos entorpeciendo por días, nos estamos enredando en la minucia. Que estamos atontados y punto.