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Luis Fernando Lara: el cambio del latín fue sucediendo sin que los hablantes se percataran

20/06/2024

El lingüista Luis Fernando Lara, miembro de El Colegio Nacional, de México, dictó la segunda sesión de su curso Las lenguas romances. Una introducción a su historia. En el Aula Mayor de la institución impartió la lección “El paso del latín tardío al latín medieval”. fenómeno que se dio a partir del siglo III, cuando “comenzó la fragmentación del Imperio Romano y de su lengua”..

La Reforma Carolingia se encargó de revelar el principio fonológico para el latín, lo cual tuvo repercusiones posteriores en las lenguas romances.

Sin saberlo, algunos clérigos de la Baja Edad Media comenzaron a expresarse en una especie de latín reformado al que se le llamó romanice, después derivó en lenguas diferentes a la que hablaron los romanos. “Romanice no era nombre de la lengua de cada pueblo de origen romano, sino solamente el reconocimiento de que hablaban a la manera o al estilo de los romanos”, señaló el lingüista Luis Fernando Lara, miembro de El Colegio Nacional.

En la Europa Occidental, gobernada por Carlomagno en el siglo VIII, su asesor Alcuino de York, fue el encargado de la reforma Carolingia y “sometió el latín conservado por la Iglesia a una depuración que buscaba recobrar vocablos, sintaxis, pronunciación y escritura de la época clásica, lo que dio lugar al llamado latín reformado”.

Alcuino escribió una ortografía y una gramática, y terminó por redefinir el latín que usó la iglesia durante la Baja Edad Media y el comienzo del Renacimiento. Lara citó al lingüista francés Frédéric Duval, quien sostiene que ese latín se convirtió “en una especie de lengua artificial aprendida por los clérigos, pero que resultaba ser una lengua sin pueblo, una lengua ajena a los pueblos románicos del Sacro Imperio”. La razón: “Alcuino, inglés, se enfrentaba a los textos latinos religiosos desde una posición absolutamente extranjera”.

“Para los pueblos románicos, aquello escrito en latín se parecía a lo que ellos mismos hablaban y, por lo tanto, no les causaba gran dificultad. Lo que estaba escrito de una manera, ellos lo pronunciaran de otro porque de todas maneras lo entendían, pero Alcuino no”.

Preocupado por la ortografía, Alcuino “hace corresponder a cada sonido, a cada fonema, una letra y sólo una letra, lo que los lingüistas llamamos el principio fonológico, esto va a tener grandes repercusiones en el desarrollo de las lenguas romances”. Pero no sólo eso, en el siglo IX sucedió un movimiento semejante al del Imperio Carolingio de depuración de latín, pero ahora entre los mozárabes de Hispania.

Se trataba de hispano-romanos de origen visigótico “bien educados que habían quedado inmersos en los califatos árabes y, por lo tanto, habían aprendido árabe, pero conservaban su latín”. Ellos trataron de hacer también una reforma de latín eclesiástico con un espíritu semejante al de Alcuino y Carlomagno; el resultado fue un latín reformado que comenzaba a distanciarse del latín romano. Pero la sorpresa mayor llegó en las regiones de la Romania, en la Galia o Francia del Norte, donde “durante el siglo IX se reconoció por primera vez la lengua vulgar como diferente de latín atribuido a la influencia del contraste con las lenguas germánicas de su territorio”.

“El hecho de que Alcuino fuera anglosajón y su lengua materna no formará parte de la herencia latina, fue lo que dio lugar a que, ante todo, la pronunciación de los textos latinos se les presentará a él y a otros clérigos anglosajones o irlandeses como un problema, tenían que encontrar y fijar la pronunciación correspondiente a las letras de los textos latinos”.

Su efecto en la Romania, dijo Lara, “que debe haber sido absolutamente inesperado, consistió en que hizo evidente la brecha que se había producido entre el latín concebido como lengua romana y la realidad de las lenguas populares o sermo vulgaris que habían ido evolucionando a partir de ella. Como lo propone el lingüista inglés Roger Wright en su libro Latín tardío y romance temprano en España y la Francia Carolingia (1982), para los anglosajones o irlandeses las letras tenían primero que descifrarse para saber cómo se pronunciaba el latín de los textos como hoy no sucede si tratamos de leer un texto en griego, en noruego o en turco”.

Pero eso que se volvió tan evidente para los clérigos anglosajones irlandeses “para los hispano-romanos no era nada evidente, de modo que en el momento en que les hacen ver que hay una discrepancia entre el latín de los textos y el modo en que ellos hablan es una sorpresa. ‘¿Cómo? ¿Yo no hablo igual que los textos?’ No se habían dado cuenta y eso, claro, tiene un efecto muy importante”.

“Al plantearse el problema de cómo se debían leer en voz alta los textos latinos se hizo evidente el principio fonológico: a cada letra debía corresponder un sólo sonido y a cada sonido debía corresponder siempre la misma letra; los franco-romanos y los hispano-romanos se enfrentaron, quizá con asombro, al hecho de que ya no hablaban latín sino una lengua parecida a ella, pero diferente, un romance”, explicó el colegiado.

Una solución de compromiso

Una vez establecida la reforma y reconocidas las diferentes hablas populares, la Iglesia optó por un remedio para salir del paso. “La práctica pastoral de la Iglesia prefirió una solución de compromiso: el latín reformado para leer y escribir los libros eclesiásticos y de cultura, pero una rústica roman lingua para predicar y llevar a cabo los oficios religiosos tal como lo pedía el Concilio de Tours en 813”, prosiguió Luis Fernando Lara.

Así, “los clérigos románicos leían en voz alta los textos latinos con la pronunciación de esa lengua rústica, con la pronunciación propia de cada región, no con una pronunciación que les resultaba artificial. Para ellos su sermo rusticus era latín, era la romana lingua, sin que hubiera entre ella y su manera de hablar ninguna solución de continuidad. Ese sermo rusticus o vulgaris se concebía sólo como manera de hablar la lengua romana, es decir, hablar como los romanos, expresado mediante una forma adverbial latina: romanice”.

Pero romanice “no era nombre de la lengua de cada pueblo de origen romano, sino solamente el reconocimiento de que hablaban a la manera o al estilo de los romanos”. Para entenderlo, el colegiado ejemplificó que era similar a que hoy se podría plantear hablar a la manera de los jarochos o de los porteños de Argentina, “eran maneras de hablar, no lenguas diferentes y eso era el romanice”.

Más importante aún resultó que “de la palabra romanice derivan el español y portugués romance, el francés roman, el italiano romanzo, el retorrománico del cantón de los grisones en Suiza romanche, el catalán romanç, el provenzal romance, pero no el romanese del rumano, que proviene de un supuesto latín, romaniscus. Precisamente esa necesidad de la iglesia, de comunicarse con el pueblo en una lengua que pudiera entender, dio lugar a la aparición de glosas en los textos bíblicos y eclesiásticos, pues la realidad era que ya desconocían muchas palabras de latín clásico y de latín reformado”.

Esas glosas consistían en apuntes en los márgenes de los libros o en listas de palabras latinas de los textos, con sus correspondencias en el sermo rusticus, para facilitar la comprensión. Un ejemplo, conservado hasta la actualidad, señaló Lara, son “las Glosas de Reigenau, escritas hacia el año 750 en el norte de la Galia, pero conservadas en el monasterio de Reigenau, a la orilla del lago de Constanza, en Alemania, consta de 4877 palabras latinas y sus correspondencias populares”.

La segunda sesión del curso Las lenguas romances. Una introducción a su historia, titulada “El paso del latín tardío al latín medieval”, se encuentra disponible en las plataformas digitales de El Colegio Nacional.

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