Norma y uso del lenguaje escrito
Por José Martínez de Sousa, publicado por ACEttPara las recientemente celebradas XII Jornadas en torno a la traducción literaria se me encargó que presentara una ponencia sobre «Norma y uso en el lenguaje escrito». Como es sabido, el tema da de sí para un tratamiento amplísimo, así que el primer paso consistió en ponerle unos límites.Empecé hablando de la norma y tratando de explicarla. ¿Qué es una norma? Cuando la aplicamos al lenguaje, una norma es una regla o conjunto de reglas restrictivas que definen lo que se puede elegir entre los usos de una lengua si se ha de ser fiel a cierto ideal estético o sociocultural. La norma es restrictiva porque impide utilizar todo el lenguaje, el cual, para desenvolverse dentro de la norma, debe prescindir de aquello que no cabe entre sus límites. Precisamente para someterse a la norma hay que elegir entre los usos admitidos de esa lengua, que, lógicamente, no son todos los usos. Finalmente, cumpliendo la norma se es fiel a cierto ideal estético o sociocultural, es decir, que la norma persigue que el hablante se proponga como meta de su lenguaje un ideal, el cual puede ser estético o sociocultural. Como se adivina fácilmente, la vitalidad de una lengua se manifiesta siempre o casi siempre más allá de los límites de la norma, cuya trasgresión suele resultar enriquecedora y creativa.La norma lingüística la establece una institución que tiene esa función (en nuestro caso, la Real Academia Española). Con todo, es importante tener en cuenta que todas las lenguas de cultura tienen un organismo, una institución, una entidad o una obra que tienen la función de indicar lo correcto y admisible. En nuestro caso la norma la emite la Academia, y aunque no siempre sea perfecta y a veces tampoco adecuada, es lo cierto que los hispanohablantes, en general, la aceptan y la cumplen. Sin embargo, hay que llamar la atención acerca del hecho de que nada ni nadie nos obliga a aceptar la norma académica. Ninguna ley o disposición obliga a escribir o hablar tal como lo manda la Academia. Lo que sucede es que a todos nos interesa someternos a unas normas que, aceptadas y cumplidas, nos permiten la intercomunicación de todos los hispanohablantes con el mínimo de dudas y ambigüedades posible, puesto que el referente es común.Frente a la norma, pero no exactamente en contra, está el uso, que podemos definir, en nuestro caso, como el conjunto de realidades lingüísticas descriptivas que tienen vida propia, pero que no se someten necesariamente a las normas académicas. Podríamos decir que la norma surge del uso, del conjunto de formas lingüísticas que la sociedad utiliza en su de-senvolvimiento diario. Desde hace tiempo dice la Academia que basa sus normas en el uso de los buenos escritores, sin que se haya sabido nunca cuáles son los buenos escritores. Se puede colegir, no obstante, que la Academia se refiere al uso de los escritores de cierta élite formada por novelistas, poetas, aristócratas, eclesiásticos, etcétera, muchos de los cuales han pertenecido a la nómina de académicos desde la fundación misma de la institución en 1713.El concepto de incorrección surge precisamente del encuentro entre el uso y la norma. Resulta fácil para la generalidad de las personas tachar de incorrecto todo aquello que no se ajusta a la norma lingüística de origen académico. Es un error básico. El uso, que es descriptivo, está y debe estar libre de ataduras normativas, por más que el cañamazo del lenguaje popular deba ser, en parte al menos, normativo. No sería posible renovar y enriquecer la lengua si solo pudiéramos utilizar formas normativas. Por el contrario, la misma Academia, madre de la norma, debe aceptar que el uso la rebase y vaya más allá, porque solo así le es posible analizar ese uso y advertir por dónde discurre el lenguaje real, no el institucional.Entre los problemas que el uso de la lengua nos presenta a todos (y no solo a la Academia) están los neologismos, especialmente los extranjerismos (y, dentro de ellos, los anglicismos). Los anglicismos son hoy un problema en todas las lenguas, como antes lo fueron el francés, el italiano o el alemán, si bien estos nunca alcanzaron el grado de ahogamiento que el inglés presenta en la actualidad. La Academia se ha mostrado siempre remisa a la hora de tratar de resolver el problema que presentan los anglicismos que constantemente entran en español. Pero dejar pasar el tiempo, que parecía la postura académica hasta hace poco, o admitirlos tal cual no resuelve el problema que los anglicismos conllevan. Parece que de cara a las publicaciones normativas académicas del futuro inmediato (el diccionario, la gramática y la ortografía, a la que se suma actualmente el diccionario panhispánico de dudas) la institución madrileña ha optado por una política más realista y mucho más acertada: adaptarlos (es decir, adaptar su grafía) o traducirlos, entre otras soluciones menos sistemáticas. El acierto de esta opción está por demostrar, pero parece más acertada que la mantenida hasta aquí.Por otro lado, debe destacarse también la negatividad del hablante español a la hora de formar o aceptar neologismos que resulten necesarios en determinado contexto. ¿Se atrevería el lector a utilizar el adjetivo impeorable o a hablar de la cuadratidad de lo cuadrado o de la encineidad de las encinas? Es probable que ante casos así el lector se quede indeciso. Son solo muestras de la decisión que a veces deben mostrar el escritor y el traductor ante situaciones límite.Esta postura de rechazo del neologismo y el extranjerismo se encuadra en lo que pudiéramos llamar el respeto al genio de la lengua, algo así como la Constitución no escrita del lenguaje, lo propio de una lengua, su temperamento. Sin embargo, el genio de la lengua como protector de esa lengua es algo acientífico, por más que a veces nos sirva para admitir o rechazar ciertas cuestiones relacionadas con el lenguaje. Si por el genio de la lengua fuera, la lengua seguiría toda la vida siendo como ahora, es decir, sin admitir los cambios que la dinámica vital exige e impone de forma natural.