Sobre diferencias lingüísticas
Juan José Martínez Jambrina, La Nueva España Al filósofo Fernando Savater, maestro y líder en tantas cosas, le gusta decir que las cosas nunca están escritas en el cielo y que pasará lo que dejemos que pase o lo que no logremos evitar que pase. Un poco de esta manera debió pensar una ciudadana belga de 45 años llamada Marie Claire Huard cuando hace unos meses decidió poner en circulación a través de internet un escrito por el que pedía a los políticos belgas, tanto flamencos como valones, que aparcasen las diferencias lingüísticas y se dedicasen a los asuntos que preocupan a la gente. El escrito de la señora Huard recibió rápidamente la adhesión de 140.000 firmantes y a su abrigo, el pasado 18 de noviembre, se convocó en Bruselas una manifestación conjunta de flamencos y valones para reivindicar la unidad de Bélgica. Y, de paso, para responsabilizar a los políticos de ambos bandos de haber envenenado la pacífica convivencia de los belgas. A esa cita acudieron unas 35.000 personas. Ante un éxito que desbordó todas las previsiones, la señora Huard se vio convertida en heroína ciudadana y los medios de comunicación la han designado como la voz del pueblo belga. La vida de la señora Huard no ha podido crecer más distante de las bambalinas. Hasta que se armó de valor y encendió la mecha de la rebelión ciudadana su vida era la de una sencilla funcionaria residente en la pequeña ciudad valona de Lieja, la patria chica de Georges Simenon, casi siempre envuelta en un cielo color «puré de guisantes». El relato que la señora Huard hace de su educación en el bilingüismo es tan simple, cruel y desmoralizador como el dolor hemorroidal: «Mal aprendí flamenco en la escuela como todos los belgas y lo olvidé como todos los belgas». Asimismo, la buena mujer reconoce que para ella ir a Flandes es como ir a otro país y que apenas sí se relaciona con sus compatriotas flamencos «porque es un diálogo de sordos». De qué callada manera la historia de la señora Huard nos recuerda la capacidad de las lenguas para interferir en la normal convivencia de los hombres. ¿Hasta cuándo seguiremos aguantando la respiración para no gritar que las lenguas son una maldición y no un tesoro? ¿Por qué en un mundo que tiende a lo global y con tanta necesidad de superar diferencias entre sus pobladores no arraiga la necesidad de una lengua única? Llevaba unos días desazonado tras leer la noticia, genuflexa y melancólica, con que la prensa internacional despidió a la cacica Marie Smith Jones, la última nativa de Alaska que hablaba la lengua eyak fallecida a los 86 años de edad. Porque ya ven con qué facilidad la demagogia mediática convierte una lengua en un ser humano con todos los derechos que ello comporta. Pero lo de ayer me ha dejado para el arrastre. No sé si podré recuperar el ánimo y la calma. Resulta que un grupo de intelectuales europeos se ha alzado ¡contra el avance arrollador del inglés como lengua franca en Europa! ¡Ellos!, ¡los intelectuales! nos alertan del riesgo de fractura social entre pueblos desencantados por el arrinconamiento de sus lenguas. Quienes tienen la responsabilidad de aniquilar las barreras que dificulten el acceso de los más desfavorecidos a un mundo más igualitario son quienes más se preocupan de que eso nunca pueda suceder. Y es que esta turba de indigentes morales acantonados en los «estados culturales subvencionados» acaba por cabrear al más templado. Menos mal que por la noche soñé con que la señora Huard volvía a levantarse del sofá y los corría a gorrazos.