twitter account

Un Borges corrosivo que no se desvanece

27/08/2024
Juan Carlos Chaneton

Jorge Luis Borges / CEDOC

Una mañana, hallándome en fila de espera en el Banco (¿habrá algo más aburrido que la cola del Banco...?), intentaba, vanamente, huir del tedio por alguna puerta que, por fuerza, debía ser imaginaria. Creí acordarme, entonces, de un comentario de Jorge Luis Borges leído hace ya bastante tiempo en no sé dónde.

Al parecer, durante su vida joven, tenía sus colegas envidiosos, que no perdían ocasión de hostigarlo con ofensas gratuitas. Uno de esos "colegas" de Georgie –cuenta él mismo– le dijo una vez: "Usted, Borges, siempre se está repitiendo. Uno lee un segundo texto suyo y se encuentra con que es igual al primero..."

Borges contestó: "Usted hace algo parecido, con la diferencia de que el segundo texto suyo siempre es de otro".

Faltaba mucho, todavía, para que irrumpiera aquella ya famosa "enciclopedia china" que Borges desmenuzaría después para la inmortalidad y el asombro, entre otros, de Paul Michel Foucault, quien abrirá su no menos célebre Las palabras y las cosas diciendo: "Este libro nació de un texto de Borges ...". Y el susodicho texto borgeano se titula El idioma analítico de John Wilkins.

Lo escribió Borges a sus 53 años y, al modo de Lautréamont con aquellos paraguas y máquinas de coser avecindados sobre una mesa de disección, va a develar las propiedades corrosivas del lenguaje, de tal modo que lo hará devenir herramienta fantástica con la cual reducirá a la nada misma los lugares físicos de yuxtaposición que requieren todas las cosas para estar yuxtapuestas.

Se habla allí –se escribe– sobre algo que no está ni aparece nunca, no hay allí siquiera "mesa de disección". Más allá de Lautréamont, Borges parece decir –como René Daumal– que hay un "monte análogo" cuya cumbre aparenta ser inaccesible, pero no lo es.

Todo lo sólido se desvanece en la escritura de Borges, pero queda todavía indemne un lugar para la yuxtaposición de los cuerpos, el lenguaje, que no muere nunca ni puede morir.

Ciento veinticinco es una cifra de las llamadas "redondas" y que, por eso, por redondas, reclaman ser tenidas en cuenta. Nacer un 24 de agosto no significa nada, aunque eso le haya ocurrido al mismo Borges en 1899. Mi amigo de la infancia, Daniel Cavilla, nació un 24 de agosto. Murió a los 20. Son fechas. Son, sólo, la marca en el almanaque con la que queremos conjurar a la inapelable, a la que no nació nunca y vivirá siempre, a la que, una vez, cuando se abrió el séptimo sello, se llevó también a Antonius Block.

"We can easily forgive a child who is afraid of dark; the real tragedy is men that are afraid of light…" (“Podemos perdonar fácilmente a un niño que tiene miedo a la oscuridad; la verdadera tragedia son los hombres que tienen miedo a la luz...”).

"Do you like that ...?", le pregunté a un querido amigo de los que todavía me quedan. Y agregué: se lo dijo Borges a María Kodama una tarde templada, en Ginebra, sentados en un banco frente a la costanera del Ródano. Raro, porque estaban en "una de sus patrias", en la cual domina la lengua de Baudelaire.