Una lengua mestiza
No hay razas puras, ni lenguas puras, ni personas puras. Todos venimos de una larga historia muy accidentada en la que hay amores y abusos, puñaladas y caricias, libertad y opresión. La palabra “bárbaro” proviene de una burla lingüística. Los griegos llamaban bárbaros a los extranjeros que hablaban raro, que balbuceaban, es decir que, en lugar de hablar correctamente el griego, que era la lengua de los civilizados, lo “barbarbaban”. Los latinos adoptaron el mismo término, barbarus, para referirse a los forasteros que no solo hablaban mal, sino que comían mal (otras cosas), eran groseros, y además, violentos. De ahí las invasiones bárbaras, que “corrompen" el latín que se hablaba en el imperio y ayudan a generar nuestras lenguas romances ya mestizas desde su nacimiento: el toscano, el francés, el rumano, el catalán, el portugués, el castellano… Todas estas últimas son, simplemente, latines mal hablados, modificados por el paso del tiempo.
Cuando los invasores españoles se encuentran de chiripa con un continente que se les atraviesa de camino a Cipango (Japón) y a la India por la ruta de occidente, no imponen en principio su lengua. Saben que es imposible que millones aprendan un idioma extraño de la noche a la mañana. En la Nueva España se empieza a gobernar en náhuatl y en el Perú en la lingua franca de los incas, el quechua, que era hablado desde el sur de Colombia hasta el sur de Bolivia. Sostengo que lo que españoliza (en el sentido lingüístico) nuestro continente, son las epidemias, seguidas por el hambre y la muerte, sobre todo, de los adultos indígenas. La catástrofe demográfica que siguió a la conquista, que bien puede llamarse genocidio, produce la instauración de una nueva lengua común para los invadidos, pero también para los invasores europeos.
Es en América donde el castellano se vuelve español y se fertiliza con los aportes lingüísticos locales. Catalanes, vascos, italianos, alemanes, gallegos (con sus distintas lenguas maternas) se empiezan a comunicar en el idioma de la burocracia de los Austrias, que era el castellano. Carlos V, el gran emperador, que fuera rey de España con el título de Carlos I entre 1516 y 1556, no sabía castellano cuando llegó a España (hablaba flamenco, francés y alemán). Se lo enseñó un amigo, el gran poeta Garcilaso de la Vega, y solo cuando lo aprendió –con mucho acento– fue aceptado por la corte castellana. La lengua que hablamos se consolidó durante la conquista de América, y no solamente se impuso a los nuevos vasallos de este lado del charco, sino a su mismo rey, del otro lado.
El castellano, que era la lengua en que hablaban, para medio entenderse, los peregrinos del Camino de Santiago, se impuso por azar y por la fuerza, con muchas influencias del árabe (almohada, ojalá, albañil, marfil, ajedrez), del hebreo (abad), y al ir y venir de América con preciosos aportes también nuestros (canoa, huracán, guadua, cacao, chocolate, aguacate). ¿Pureza? Cuál pureza, puro mestizaje. Háganse un test genético cualquiera de los que se consideren muy blancos (dizque españoles puros, como si hubiera puros españoles) o muy indios (dizque indígenas puros, barbados partidarios de todas las mingas) y verán que somos mezclados, mestizos. Como decía un sociólogo colombiano, “aquí todos somos café con leche, algunos con más café, y otros con más leche”.
De todo esto acabamos de hablar en una de las más luminosas y americanas ciudades de España, Cádiz, la muy bella, en el reciente Congreso Internacional de la Lengua Española. Allá no hablamos de ninguna pureza, ni de gramáticas normativas, ni de usos correctos o incorrectos, de barbarismos o indigenismos o colombianismos. Hablamos de una lengua fabulosa, impura, expresiva y mestiza. De una lengua viva y magnífica que es la lengua materna de cientos de millones, y que todos hablamos bien, si la hablamos sin complejos, espontáneamente, con alegría y claridad. Y, sobre todo, sin resentimiento.