Críticas a la Nueva
Gramática
Jorge Urrutia, El ImparcialDe una u otra manera, aparece en las discusiones y comentarios sobre la lengua española la pregunta sobre su unidad. Estas semanas, la presentación de la Nueva gramática de la lengua española la volvió a traer a colación.El profesor Ricardo Senabre, desde las páginas del suplemento cultural de un diario madrileño, y con la sabiduría y la finura crítica que lo caracteriza, se preguntaba el porqué del título.Denominar a la obra Nueva gramática pondrá en un brete a los redactores de la próxima, que tendrá que llamarse Novísima gramática, y a los siguientes, que optarán tal vez por Gramática poscontemporánea, et ainsi de suite.Basta con que sea la Gramática de la lengua española, edición del 2009. El académico Antonio Muñoz Molina escribe en su última novela: «Tantos años angustiado por la obsesión de terminar cuanto antes las cosas, de saltar de un minuto a otro como de un vagón a otro en un tren en marcha, empieza a intuir que lo que le faltaba tal vez no era velocidad sino lentitud, paciencia y no confusa agitación». No hubiera estado de más pensar en ello a la hora de titular y de algunos aspectos más.No pretendo regatearle mérito a la intención de hacer una magna obra gramatical acordada, sino insistir en la unidad de la lengua. Todos la defendemos y todos insistimos en que, más allá de aquellos planteamientos nacionalistas con que se contemplase la lengua en las repúblicas hacía poco independizadas, el español aparece hoy como un idioma sólido y trabado con, proporcionalmente, pocas particularidades léxicas y muchas menos sintácticas.Si ésta fuera la explicación de por qué esta Nueva gramática y, en su día, el Diccionario panhispánico de dudas, decidieron no ser normativos, lo aceptaría. Pero me temo que ha pesado más lo que se llama políticamente correcto, el no querer molestar a lingüista o profesor alguno de sálvese el punto geográfico del territorio de la lengua.Porque no quiero pensar que se hayan impuesto las teorías lingüísticas particulares que entienden que una gramática no debe ser normativa porque «la lengua la hace el pueblo», demagógica frase que, por encima de su absoluta obviedad, viene a decir «no estoy dispuesto a mojarme» o bien, «tengo la misma sensibilidad lingüística que un galápago».Resulta posmodernamente comprensible esa nivelación de valores, pero cabe preguntarse si el abandono normativo no corre el peligro de conducir al caos, es decir: al desorden lingüístico. Es verdad que, según el primer principio de la termodinámica, la energía del mundo es constante.Aplicándolo a nuestra preocupación podríamos decir que la capacidad expresiva de la lengua también lo es. Ahora bien, el segundo principio introduce la noción de entropía, que significa la destrucción del orden originario y la tendencia al desorden. Ya a finales del siglo XIX, Boltzmann dijo que la entropía no deja de aumentar, salvo que intervenga una fuente suplementaria de energía.No podemos en lingüística, ni en sociología del lenguaje, menos aún en semiótica, permanecer en un estado newtoniano del conocimiento lingüístico y pensar que los procesos físicos sean intemporales y se detengan.La entropía es una falta de información y, para el hablante, la gramática y los diccionarios son fuentes importantes de información. Por eso no pueden dejar de ser normativos, aunque una y otros interactúen con el uso común de la lengua.