¿Necesitábamos una nueva
ortografía?
Marcos Martín Amezcua, El ImparcialPoco se ha hablado de la reforma ortográfica propuesta para el idioma español. Poco menos se ha dicho acerca de si es necesaria, nada se dice acerca de a cuáles criterios científicos obedece y la soportan y, menos aún, nadie ha citado la paternidad de la propuesta que ha quedado en nada y ha confundido a todos.Me extraña mucho todo ello después de la batahola levantada sorpresivamente, una vez que se supieron algunos pormenores de su contenido, un contenido asaz debatido, asaz mal recibido en medios académicos e intelectuales en general, de ambas orillas del Atlántico. La animadversión desatada contra ella —feroz, implacable, denodada— sólo refleja que el proyecto de reforma ortográfica a la lengua española se acompaña de poca unanimidad, escaso consenso y prácticamente, ningún aplauso más allá de las academias, y aun entre ellas, en parte. Quizás ha llegado este proyecto con unas características que nadie pidió. Por el contrario, destacan contra esa propuesta el rechazo, la repulsa o los cuestionamientos sobradamente revestidos de briosa acritud.Eso sí, no me parece justo que todos los dedos apunten únicamente a la Real Academia Española como su autora en solitario (a menos que lo sea). No se vale que todas las pulgas se le achaquen a la RAE. De seguro que las demás academias han de estar metidas en el enjuague —con sus asegunes, sus porcentajes de culpa y de colaboración— y por salud de todas y en nombre de la transparencia más absoluta, no estaría de más que se deslindaran responsabilidades —si se quiere, en estricto orden alfabético—, pues saben que lo que decide un puñado de académicos afectará a quinientos millones de hablantes, sobraditos, pero no pasivos frente a la propuesta, tal y como lo han podido constatar ellas mismas. Aquí no cabe decir que todas la suscriben en plan solidario tratándose de una cosa que ha sonado a adefesio, si se permite.Reforma hueca que ya no fue o sin profundo alcance tal parece, empero con una amplia carga de ofuscación, máxime cuando queda en el ambiente la sensación de que en Guadalajara (México) finalmente se reculó en triste titubeo y se ha dado marcha atrás a la propuesta inicial; o ha quedado, para confusión de todos quienes la seguimos, en un «puede ser» y no ya en un «bebe ser» que —a mí modo de verlo como abogado— me genera más desorientación y desánimo. Me irrita. Es que lo primero, el «puede ser» supondría que no hay obligatoriedad de atenderla, evidenciando entonces que salió más caro el remedio que la enfermedad, que no se llegó a nada o peor todavía, como diría mi abuela: que ante el encono desatado, en un vano intento rectificador, las academias «por querer quitar la mancha, hicieron un hoyo». Ahora cada quien escribirá como le plazca y la ruptura ortográfica está servida. No hacía falta, pues.Mal vamos si lo que se propuso se queda al libre arbitrio de cada hablante. Será algo muy pernicioso para la uniformidad lingüística de la cual presumimos. Como hablante cuyo acercamiento al idioma proviene de una enorme curiosidad por sus múltiples detalles —vastos y bastos—, no puedo sino alzar la voz y externar mi absoluta preocupación en torno a ella y mi más acérrima oposición a cuanto se ha propuesto de cambios y se ha filtrado a los medios. Si es obligatoria, resulta igual de malo, pues hay errores de planteamiento que exponen al hasta ahora, buen entendimiento del idioma.¿Hacían falta estas propuestas de cambio? Me parece un enorme despropósito eliminar expresiones como ’y griega’, que no estorban a nadie sensato y en cambio, supongo que dejaremos sandeces como llamar ’i inglesa’ (&) al ampersand que no es, sino un nexo estilizado del et latino, que deberíamos utilizar sin complejos en nuestro español, como que proviene directo de nuestra lengua madre, el latín.Si en un pasado reciente la eliminación de la letra che pareció responder más a caprichos que a verdaderas necesidades y no la precedió debate serio alguno, al presente la propuesta de cambio ortográfico ha terminado en nada y sin ser antecedida de ninguna discusión ni alarma lingüísticas que la apremiaran o requirieran; y acabó en decirnos a todos que se ocupe cuando se quiera, en palabras llanas y estando solo ante sentimientos barrocos y opacos, por todo lo cual no podemos sino expresar a usted amigo lector, nuestro enojo y nuestro azoro.Este nuevo empeño puede responder a causales puntuales por nadie explicadas con vehemencia, pero ciertamente no obedecen a la inquietud o a un debate profundo del grueso de los hablantes, que no reparaban hoy en requerir esos cambios ni en que fueran necesarios y apremiantes, como para eliminar en uso del acento diacrítico o pasar por encima de que guardaban especial cariño por la expresión y la tradición griega de que está revestida la ye. A santo de qué cambiar lo que no se requiere modificar en forma alguna.Mi experiencia con la lectura de textos del siglo XVIII escritos a mano —plagados de convencionalismos hoy inexistentes e impensables—, me recuerda que los usos de la lengua son eso, meros convencionalismos que ordenan y nada más; nuestra lengua ha rasurado acentos circunflejos y ha eliminado de las palabras aquella ortografía de origen griego (philosophia y muchas más) y no es la primera vez que se emprende una titánica tarea de modificación ortográfica, pero lejos está de ser la más reciente que ahora nos ocupa, algo eficaz y sobre todo, necesario.Ese es el quid de la cuestión y es pertinente expresarlo: ¿es una reforma necesaria? Me parece que no, y como la han dejado a medias tintas, corremos el riesgo de perdernos y hay visos alarmantes de ello. Ahora nadamos en profusa normatividad; con tanta normatividad sucedida en tres lustros, valdría poner orden primero con lo ya trabajado, clarificando criterios que se saben contradictorios según los marque la OLE99, el DPD o el DRAE, antes de salir con nuevos cambios. Los hablantes lo agradeceríamos.