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El don del lenguaje

23/07/2011

Klaus Ziegler, El Espectador

Desde tiempos inmemoriales, los hombres se han preguntado por el origen de la más notable singularidad de su especie: el lenguaje. Cuenta Heródoto que en el siglo VII a.C., el primer faraón Saita, Psamético I, convencido de la existencia de una lengua adánica, ordenó que dos niños fueran criados en total aislamiento y bajo la estricta vigilancia de pastores mudos. Una vez los pequeños llegaron a la edad en que todos los infantes comienzan a hablar, el faraón los hizo traer ante sí, solo para descubrir que las pobres criaturas apenas modulaban una palabra, «beco», que significa «pan», en frigio, de lo cual el gobernante concluyó que este antiguo lenguaje de Asia Menor debió ser el primero que conociera el hombre.

Durante décadas se creyó que los niños adquieren la lengua materna por imitación. Como en la leyenda de Kaspar Hauser, los pequeños irían asociando secuencias sonoras con los objetos de su entorno. Mediante la repetición incesante aprenderían los sustantivos; luego asimilarían los verbos, los adjetivos, los adverbios…, remedando frases que escuchan de sus padres, en un lento proceso de aprendizaje similar a cualquier otro.

Pero no hay que ser un lingüista para descubrir cuán ingenua resulta esta idea. Cualquier padre que haya seguido de cerca el desarrollo cognitivo de sus hijos puede constatar cómo los niños construyen multitud de frases que jamás podrían haber escuchado. No es raro que inventen nuevos verbos, como en la súplica «papi, atoállame». Las regularidades brotan de manera espontánea: dicen «rompido» en lugar de «roto»; o conjugan en forma «correcta», contrario a los caprichos de la cultura, ciertos verbos irregulares: «yo hicí», en lugar de «yo hice». Improvisan así mismo sustantivos derivados, como, «papi, mira mi furiosidad»; o encuentran novedosos usos para los adjetivos, como en la frase «el señor tiene el pelo arrugado», para expresar que alguien tiene el cabello ensortijado. De niños bilingües cuyos idiomas nativos son el inglés y el español es posible escuchar expresiones como «quiero mi tostada con sin nada»; o «se fueron sinmigo», la forma inversa más lógica del pronombre personal «conmigo». Alrededor de los cuatro años, los angloparlantes dicen «goed» en lugar de «went», contrario a lo que oyen de sus mayores.

En todas las culturas humanas, los bebés comienzan con un balbuceo innato que también aparece en los niños sordos, el cual antecede a las primeras palabras. Al año y medio ya poseen un vocabulario de una decena de palabras que usan de forma aislada. Comienzan luego a asociar palabras de dos en dos, de tres en tres…, en un proceso universal, el cual ocurre de igual manera en todos los lenguajes conocidos. A la edad de tres años pueden concatenar hasta diez palabras seguidas; a los seis, su vocabulario puede alcanzar las trece mil palabras. Si hacemos los cálculos, descubrimos que los niños adquieren el vocabulario a velocidad vertiginosa, incorporando en promedio una nueva palabra cada dos horas. Un adulto culto puede llegar a conocer alrededor de cincuenta mil vocablos, número que triplica el total de palabras usadas por Shakespeare en todas sus obras.

Pero quizá la mejor prueba del don innato del lenguaje sea la existencia de los llamados creoles, entre los cuales el más estudiado tal vez sea el hawaiano. A finales del siglo XIX, miles de trabajadores provenientes de China, Portugal, Japón, Corea, Rusia, España, Filipinas y otros países fueron llevados a Hawái para laborar en las plantaciones de caña. En esta Babel del Pacífico, la urgencia de un lenguaje común dio origen a un popurrí rudimentario hecho de fragmentos de las lenguas propias, llamado genéricamente «sabir», carente de sintaxis, paupérrimo en vocabulario, y que apenas permitía una forma elemental de comunicación. Pero el prodigio lingüístico de los niños se manifestó en forma inesperada en las generaciones siguientes. Como reporta el lingüista Derek Bickerton, en forma casi milagrosa, los pequeños transformaron de súbito esta colcha de retazos en una lengua coherente, expresiva y completa, dotada de una rica gramática y una fonética propia; una invención de todos y de nadie; una creación de la especie.

Pero el más extraordinario de todos los creoles tal vez sea el lenguaje de signos inventado por los niños sordos de Nicaragua, un idioma tan complejo y rico como cualquier otro, muy distinto de la idea inocente que se tiene de los lenguajes de signos, como conjuntos de gestos torpes que apenas permiten una comunicación primaria. Casos como este proporcionan la demostración más contundente de la existencia de una compleja preprogramación genética para el lenguaje, un don que la evolución fraguó a lo largo del lento proceso de hominización, y que nos convirtió en criaturas lingüísticas, ¡así lleguemos mudos a este mundo!

Si el lenguaje se aprendiese como se aprenden las matemáticas, habría que esperar hasta la pubertad para empezar a balbucear. Pero es en ese preciso momento cuando se pierde la facultad para hablar con fluidez y sin acento una nueva lengua. Las investigaciones de Jean Piaget sobre el desarrollo de la inteligencia muestran que solo alrededor de los doce años los niños comienzan a manejar reglas formales abstractas, una habilidad elemental en comparación con las complejas reglas implícitas involucradas en la elaboración y comprensión del lenguaje. Si estuviésemos igualmente dotados para la música, las prodigiosas interpretaciones de Glenn Gould o Yo-Yo Ma no causarían más impresión que la cháchara casual entre dos amigos que conversan en un café.Ha transcurrido más de medio siglo desde que el gran lingüista Noam Chomsky insinuó por primera vez lo que aún se considera sacrílego en buena parte de la academia: la existencia de una naturaleza humana, una sin la cual sería imposible el milagro del lenguaje. En sus propias palabras: «Una lengua es un sistema extraordinariamente complejo […] una hazaña intelectual insuperable para una criatura que no hubiese sido específicamente diseñada para llevar a cabo esa tarea».