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La «defensa del español» y el cambio lingüístico

La única ley lingüística que rige todos los idiomas es la del cambio, un cambio lento pero permanente e inexorable. Algunos estudiosos confunden las transformaciones que el idioma experimenta en virtud de esta ley con «amenazas» provenientes de ignotos enemigos y convocan a una cruzada en su defensa, pero el español goza de una salud envidiable, se expande por los cinco continentes y es una de las lenguas más habladas y más estudiadas del planeta.

 

La recientemente creada Academia Iberoamericana de Comunicación y Defensa de la Lengua Española advirtió recientemente en México contra la supuesta «deformación» que el español estaría «sufriendo» ante la globalización y las nuevas tecnologías». «La gramática está en grave peligro, se suprimen los acentos, se utilizan sólo mayúsculas y no existe la sintaxis […] y los niños y jóvenes tienen problemas de lectura y de comprensión», afirmaron los participantes, según un artículo publicado recientemente en El Universal, de México.

El autor de estas líneas no cree que el español «sufra» ni que la gramática esté ni un poco «amenazada», por el cambio ni por la influencia de otras lenguas. Lo que ocurre es más bien que algunos gramáticos sufren y se sienten amenazados ante el cambio lingüístico, que es un fenómeno permanente e inevitable de todas las lenguas en todos los tiempos, y que les infunde el temor de se modifiquen algunos de los conocimientos que adquirieron en la universidad. Todos los idiomas están cambiando desde la más remota antigüedad y no por eso los seres humanos han dejado de entenderse alguna vez.

Quienes padecen de esos temores tal vez piensen que el español es una lengua pura y consolidada, que ha alcanzado su forma definitiva y que de aquí en adelante no va a cambiar e incluso que no se le debe permitir que cambie. Es una concepción ajena a la realidad, que desconoce la historia de la lengua, los datos de la etimología y los hallazgos de la lingüística, y que se basa en aquella concepción metafísica que la Academia Española profesó hasta poco tiempo después de la caída del franquismo.

Existe una única ley que rige todas las lenguas del mundo y de la que ninguna escapa: el cambio, un cambio lento, pero inexorable y permanente. El cambio lingüístico es materia de estudio en las universidades, donde los académicos buscan determinar las reglas que lo rigen y prever en qué dirección la lengua se va a modificar en el curso de los próximos siglos. Muchos prevén, por ejemplo, que algunas formas del modo subjuntivo van a caer en desuso ―como ya estamos empezando a percibir― y que las s finales tienden a desaparecer. «Defenderse» de ese fenómeno es como abogar contra la regularidad de las mareas o contra la sucesión de los días y de las noches.

Las leyes del cambio lingüístico constituyen procesos lentos, que se desarrollan a lo largo de siglos de evolución, en movimientos que suelen ser más prolongados que una vida humana, y esto genera la ilusión de que el idioma no cambia, y de que, aun más, debe ser «defendido» del cambio. Si eso hubiera ocurrido con nuestra lengua (suponiendo que tal «defensa» fuera posible), si el español hubiera sido «defendido» de los «ataques» de los visigodos y de la influencia de los árabes, así como de los préstamos del italiano, del francés, de las lenguas amerindias y, más recientemente, del inglés, hoy estaríamos hablando latín como Séneca y llamando tal vez octoni a los bytes.

Quienes así piensan, suponen que la lengua del Cid Campeador era un español «primitivo», y que la de Cervantes era un poco más evolucionada, aunque sin llegar a la perfección del castellano de hoy, que creen definitivo. Ignoran que ―si el cambio climático no acaba antes con la vida en el planeta― los hispanohablantes del siglo XXX podrán considerar, con tal criterio, que nuestra lengua actual es tan «primitiva» como muchos consideran hoy la del Cid.

El propio latín que empleaban los escolásticos medievales tenía una pronunciación diferente a la que se le daba en la época clásica y en el habla popular las declinaciones heredadas de los indoeuropeos empezaban a disolverse para dar lugar a la formación de las lenguas romances.

Creo que no hay ninguna amenaza al español, así como no la hay para el inglés a pesar de la multitud de palabras castellanas que se incorporan diariamente a ese idioma. El estudio de la etimología muestra de manera diáfana que la lengua que hoy hablamos no es más que una instantánea de un momento de la historia de nuestra habla mestiza. En efecto, el castellano no es otra cosa que un latín evolucionado que incluye elementos de lenguas prehistóricas, de los idiomas de los bárbaros germánicos que se expandieron Europa, de la lengua de los árabes que ocuparon la Península Ibérica durante nueve siglos, de las lenguas europeas, de idiomas americanos como el taíno, el maya, el náhuatl, el quechua, el aymara, el guaraní y hasta algunos aportes africanos y asiáticos. Pero la historia no ha terminado, como quiere Fukuyama; ella continúa y el español seguirá evolucionando, como todas las lenguas del mundo, aunque algunos gramáticos quieran enfundarse en la armadura de Don Quijote y emprender una batalla contra el cambio, que ven como un intimidante molino de viento.