Ambrosio Fornet: «La lengua se transforma permanentemente»
Ambrosio Fornet, escritor, cineasta y miembro de la Academia Cubana de la Lengua, explica que la lengua se transforma permanentemente, acompañando las transformaciones de los pueblos que la hablan, y explica que el cambio lingüístico responde a necesidades expresivas de los hablantes.
Afable, cordial, Ambrosio Fornet ―escritor, cineasta y miembro de la Academia Cubana de la Lengua― nos abrió la puerta de su hogar. Vive en un piso alto, altísimo, desde donde se puede contemplar el mar. Escribe desde aquel lugar maravilloso donde no es difícil imaginar el modo en que corren las palabras a través de las salas de su apartamento.
En un alto en su trabajo permanente, recibió a momarandu.com, con quien dialogó sobre el idioma castellano, sus variaciones, sus modos de expresión. Además, como uno de los fundadores de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba, no se pudo evitar ― afortunadamente ― hacer referencia a su otra pasión, el Cine. Una eterna transformación.
― Usted es miembro de la Academia de la Lengua de Cuba. El castellano, que es el idioma que une nuestros países (Argentina y Cuba) tiene diferentes usos y costumbres en uno y otro, como así también en sus regiones. Según su experiencia, ¿cree que los modos de decir que atraviesan a la lengua castellana son el reflejo de la sociedad que necesariamente va cambiando, o ese uso es el resultado de una moda que termina imponiéndose?
― Si pudiéramos retroceder mil años en la máquina del tiempo y escuchar una conversación, en castellano, entre dos campesinos o dos comadres (no le digo dos amanuenses o alguaciles porque éstos todavía estaban hablando en latín), probablemente no entenderíamos una sola palabra. Pruebe a leer los versos originales del Poema del Cid a ver si entiende algo. Desde que existe, la lengua no ha dejado de transformarse, porque el pueblo que la habla, y la sociedad en que se habla, no han dejado de transformarse tampoco. Alfonso Reyes utiliza una linda metáfora cuando dice que el habla va penetrando el idioma “como una humedad del subsuelo”. Esa humedad empezó a percibirse en Cuba hacia finales del siglo XVIII, como consta en un documento estudiado por el colega Sergio Valdés Bernal y publicado en La Habana, en 1795, con el título “Memoria sobre los defectos de pronunciación de nuestro idioma y medios de corregirlos”, donde, como era usual, ‘defectos’ quería decir desviaciones de la norma –de la norma castiza, claro— que revelan, por suerte, nuevos modos ‘criollos’ de expresarse. También el lenguaje escrito va imponiendo lo que llamamos la norma culta, formas de expresión que, por provenir de sectores minoritarios y homogéneos, es más conservador, goza de mayor estabilidad. Aquí los cambios se dan sobre todo en el plano léxico y provienen, entre otros, de préstamos lingüísticos, que en el siglo XIX eran sobre todo galicismos y en el XX ―y lo que va del XXI― son anglicismos. Acabo de leer en el periódico –y ahí lo tiene usted: ¿por qué unos decimos ‘periódico’ y otros ‘diario’?— que se ha hecho muy común, en los medios masivos, utilizar términos como ‘marketing’, ‘camping’, ‘casting’, ‘shopping’, cuyos equivalentes en español existen o no son difíciles de imaginar. Eso es lo que más detesto entre los abusos del idioma: el mimetismo, la rutina, la pereza mental, esa forma de incultura que quiere pasar por culta utilizando la técnica del papagayo. Pero no siempre las cosas son sencillas. El lenguaje es caprichoso, lo que explica, por ejemplo, que el pueblo prefiera decir ‘ciclón’ y no ‘huracán’, aunque ciclón es una palabra que viene del griego y huracán no puede ser más autóctona, viene de la población aborigen, la que encontraron aquí los conquistadores y muy pronto fue exterminada. Ahora, al grano: los cambios en el idioma, ¿responden a la moda o a las transformaciones de la sociedad? Responden a necesidades expresivas, y si una palabra satisface esa necesidad, se adopta rápidamente, sin pensarlo dos veces, sea cual sea su procedencia, o se inventa y se utiliza como neologismo hasta que acaba imponiéndose o desapareciendo. Hoy todos sabemos lo que significa ‘video’ o ‘correo electrónico’, pero nuestros jóvenes no conocen las palabras ‘chaperona’ o ‘desahucio’, por ejemplo, porque han desaparecido de la práctica social.
― Aunque no gusten varios términos que se utilizan, ¿es evitable, en muchos casos, la deformación del castellano? Si así fuera, ¿cuál sería uno de los medios para evitarlo?
― No recuerdo quién decía que para referirse al habla o la escritura de los demás, los académicos solían aplicar una gramática ‘refunfuñona’, que en todo encontraba faltas. Ya vimos el caso del dómine que redactó la memoria de 1795. No soy lingüista, pero me atrevo a preguntar: ¿de qué naturaleza y de qué magnitud son las ‘deformaciones’ de que hablamos? En España los amigos se sorprenden de que, tratándolos individualmente de “tú”, los tratemos sin embargo de ‘ustedes’ – y no de ‘vosotros’― cuando pasamos al plural. ¿Es eso una ‘deformación’ de nuestro castellano? ¿Y qué me dice del voseo argentino, que a nosotros nos hace tanta gracia? Si la supuesta deformación ha pasado a ser la norma, en América o en España, en un país o en una región, ya no procede hablar de ‘deformaciones’, sino de peculiaridades regionales. Y todas son igualmente legítimas, porque nadie es propietario del idioma. El idioma lo hizo el pueblo y pertenece al pueblo… y por derecho propio a los escritores que fueron capaces de enriquecerlo. Y en cuanto a evitar los vicios de dicción o los usos indebidos de las palabras, no conozco más que dos remedios: desarrollar entre los niños el gusto por la lectura y en los adultos instruidos el gusto por la conversación con ellos, una tarea que solemos asignar casi exclusivamente a los maestros de Primaria.
― ¿Qué impronta tiene el castellano de Cuba que lo diferencia del resto de los países de habla castellana, donde además se habla de ‘tú’ –lo que no ocurre en Argentina donde se habla de ‘vos’?
― Sí, hay diferencias en el castellano hablado en nuestros distintos países pero, en general, no creo que afecten la morfología de la lengua; se reducen al plano léxico, al vocabulario, un obstáculo fácilmente salvable. Basta saber que yo llamo ‘guagua’ ―como los isleños de las Canarias― a lo que usted llama ‘colectivo’ y los mexicanos llaman ‘camión’, para dar por resuelto el asunto. Los vocablos ‘ómnibus’ y ‘autobús’ son también ampliamente conocidos, así que alternativas no faltan. Pero lo mismo ocurre entre regiones de un mismo país y nadie se alarma por eso. Vea usted el ejemplo de ‘papaya’, que en la provincia donde nací y en muchos países de América Latina sirve para designar esa fruta, y aquí en La Habana, sin embargo, cambió de valor semántico y ha pasado a ser una grosería, o por lo menos una ‘mala’ palabra, de modo que la cambiaron por un término contradictorio y explosivo: ‘fruta-bomba’. Para referirme a la impronta del castellano en Cuba tendré que apelar a los textos de la profesora Marlen Domínguez, mi colega en la Academia y, ella sí, lingüista especializaba en lexicografía. Hace poco, por cierto, la oí comentar en un programa de televisión que los cubanos, al hablar, siempre poníamos el pronombre por delante en expresiones como “¿Qué ‘tú’ crees?” o “¿‘Tú’ a dónde vas?” Bueno, a propósito de las influencias recibidas por el castellano de Cuba ella señala, naturalmente, las que provienen de la propia España ―de origen árabe o catalán, por ejemplo―, pero además la de los aborígenes y la de los africanos del África subsahariana, estos últimos llegados masivamente a la Isla entre los siglos XVIII y XIX para trabajar como esclavos, sobre todo, en las plantaciones de caña de azúcar (lo que por cierto convirtió a Cuba, después de la ruina de Haití, en la colonia más rica del mundo). La huella de unos y otros ha quedado en determinados toponímicos y en vocablos como los indoamericanismos ‘maíz’, ‘tamal’, ‘chocolate’, ampliamente difundidos, y los africanismos ‘mambo’, ‘congo’, ‘malanga’, que como ve tienen una especie de ritmo interno –muy aprovechado por la poesía afrocubana— y que a usted (a los argentinos en general, supongo), les parecerán muy exóticos. Por cierto, en cualquier momento puede usted escuchar aquí a alguien diciendo, filosóficamente, que ‘veinte años no es nada’, como si la expresión proviniera del refranero o de la sabiduría popular…
Las palabras del cine
―¿Podríamos decir que su ‘conjunción intelectual’ se circunscribe al cine y la literatura? ¿Por qué eligió estos dos lenguajes?
― Lamento tener que responderle con un lugar común, porque en realidad yo no elegí esos lenguajes, sino que fui elegido por ellos. El de la literatura, porque responde a una vocación que se remonta a la adolescencia o, hasta donde recuerdo, a la infancia, estimulada por las lecturas con que me entretenía al verme obligado a guardar cama y faltar a la escuela, por mi condición de niño asmático. El del cine, porque derivó justamente de mi condición de crítico literario. Empecé escribiendo y dirigiendo documentales didácticos para el Ministerio de Educación, un material auxiliar destinado a las clases de literatura cubana en la enseñanza media, en lo que antes llamábamos el bachillerato. Filmé documentales sobre ‘Cecilia Valdés’, novela de Cirilo Villaverde que consideramos nuestro gran clásico del género en el siglo XIX; sobre la poesía de Nicolás Guillén, incluyendo comentarios suyos y la lectura en cámara de sus propios poemas; sobre lo que llamamos ‘literatura de campaña’, formada por los diarios personales y las crónicas de nuestras guerras de independencia… En fin, escribiendo los guiones y filmando los documentales yo me sentía como pez en el agua, porque aquel híbrido no se diferenciaba mucho de la forma en que yo veía mi oficio: era, simplemente, crítica literaria por otros medios, en este caso medios audiovisuales. Y un día los amigos del ICAIC ―es decir, del Instituto Cubano de Cine― se me acercaron y me dijeron, primero, ven con nosotros, como asesor literario, y para impartir talleres de guión (lo que durante varios años hice aquí y en varios países de América Latina), y después: ¿por qué no me escribes el guión de esta película? Y yo me dije: ¿Y por qué no? Y me hice guionista de cine, por obra y gracia de las circunstancias, y el éxito que tuvo una de las películas cuyo guión escribí —‘Retrato de Teresa’, de Pastor Vega, estrenada en 1979―, me hizo creer que, efectivamente, yo era guionista de cine. Ya usted ve, así se escribe la historia.
― Usted fue uno de los fundadores de la Escuela Internacional de San Antonio de los Baños, ¿Qué lo llevó a eso? Actualmente, ¿considera que dicha escuela cumple los objetivos que usted deseó?
― Eso fue en la segunda mitad de los años ochenta, cuando a los cineastas del ICAIC y a Gabriel García Márquez y a muchos colegas latinoamericanos se les metió en la cabeza que debíamos tener una Escuela de Cine para jóvenes del Tercer Mundo —como se decía entonces— y que había que encontrar un buen director, lo que realmente ocurrió cuando tuvimos la suerte de dar con Fernando Birri ―argentino― , que traía toda la experiencia de Santa Fe y toda su sabiduría y su pasión por el cine latinoamericano. Yo lo único que hice fue trasladar para allí mi taller un curso para principiantes que llamábamos de Guión y Dramaturgia. Después fui editor de la revista de la Escuela, que se titulaba ‘Mirada’, de la que lamentablemente sólo salieron dos números. Creo que la Escuela cumplió con creces sus objetivos, y los sigue cumpliendo, aunque ahora con una matrícula más reducida y obligada a autofinanciarse para garantizar la calidad de la enseñanza. Es muy reconfortante saber que la persona que la dirige ahora fue, al inaugurarse la Escuela, alumna del primer curso, es decir, que como cineasta nació con la Escuela. Eso da una agradable sensación de firmeza y continuidad.
― ¿Considera que vale la pena seguir apostando por el arte?
― ¿Por qué me lo pregunta? ¿Se ha descubierto una apuesta mejor?