Desde el mismo momento en que hemos decidido ejercer como traductores o como lingüistas o como periodistas —que, para el caso, viene a ser lo mismo— estamos condenados a formarnos, especialmente a través de la lectura. Ya no es esta una cuestión optativa; ya no habrá profesores que nos obliguen a leer La Celestina; ahora somos nosotros los que nos lo impondremos.
La paradoja de licenciarse y comenzar a trabajar es que, al poco, uno termina corroborando que la perseverancia y los denuedos de nuestros profesores de lengua y literatura de primaria y secundaria eran justificados: hay ciertas lecturas que, para un traductor, no solo son recomendables sino obligatorias. No obstante que haya autores que prefiramos, no obstante que pasemos temporadas sin abrir un libro, no obstante que haya estilos que aborrezcamos, hay ciertos géneros, autores y estilos que no debemos dejar de leer.
No olvidemos que los traductores somos escritores y que todos escribimos como leemos. Y escribimos lo que leemos. En estos tiempos de comida rápida y satisfacción inmediata, la lectura tiene notables competidores que proporcionan placer instantáneo: televisión, Internet, cine, videojuegos, medios audiovisuales. Aunque la lectura también aporta placer, no es fácil zapear con un libro, admitámoslo. En Internet, donde navegamos abriendo páginas a mansalva como si fuéramos octópodos, cambiamos de un tema a otro sin dilación ni trauma si sentimos el mínimo atisbo de aburrimiento. La lectura es —y debe ser— un ejercicio más pausado y mesurado.
A modo de ejercicio, debemos leer de manera analítica y curiosidad de novicio. Buscaremos lecturas de recreo, de pasatiempo, pero también lecturas de esas que se hacen con lápiz y diccionario en ristre. El gran placer de leer es que, aunque creamos haber olvidado el texto de una novela, el conocimiento se queda registrado indeleblemente en nuestro cerebro, como bien dicen los neurólogos. Con un estímulo externo adecuado (por ejemplo, la práctica de la conversación, la redacción de textos o su traducción...), podremos rescatar esos conocimientos del olvido al que creíamos haberlos desterrado.
«Sí, yo leí ese libro hace dos años, pero no recuerdo nada de él, ¡con lo que me había gustado!», decimos. Pero no es cierto. Buena prueba de ello es que los hablantes conocemos decenas de miles de palabras, pero... ¿de cuántas podríamos recordar el día o el instante preciso en que las aprendimos? Ande, haga la prueba: ¿recuerda cuándo aprendió las palabras mesa, entomólogo, acalorado o extirpar? ¿Recuerda incluso la última vez que las oyó o leyó? ¿Le sorprende? Ahora que las ha vuelto a leer por enésima vez en este texto, su mente recibe el estímulo externo que permite extraer su significado de ese disco duro grisáceo y lleno de circunvoluciones que tenemos entre las orejas, y sin embargo, no logramos recordar desde qué fecha está ahí grabado.
Eso es lo mágico de la cultura oral, visual o escrita, que se impregna sin que apenas nos percatemos.
Entre algunos hablantes hay tendencia a pensar que los cambios que experimenta el idioma —la pérdida de ciertos vocablos, la simplificación de la sintaxis, la entrada de extranjerismos innecesarios— son un signo de evolución y, por ende, de mejora. Esta creencia me preocupa cuando la expresan lingüistas y traductores. En mi opinión, es pernicioso confundir lo natural con lo ideal.
Recuerdo mi osada ignorancia cuando, con diecinueve años, creía que las lenguas romances eran mejores que el latín, puesto que eran más evolucionadas. Aquella postura, creo, era el resultado de esa búsqueda postadolescente del blanco y el negro, de los valores absolutos, del conmigo o contra mí, de las respuestas sin fisuras... También creía que el castellano del siglo XX era, digamos, mejor que el castellano del siglo XVII.
Por eso fue sorprendente el descubrimiento de El Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, una novela picaresca anterior a El Quijote y en cierto modo eclipsada por el éxito de esta última. Su lectura fue esclarecedora; una lección de redacción, composición sintáctica, comunicación y vocabulario. Me di cuenta entonces de mis carencias en cuestiones de vocabulario, sintaxis y expresión. En aquel libro me veía obligado a releer ciertos pasajes porque no lograba entenderlos al primer vistazo, y no era porque no entendiera las palabras, sino por la precisa complejidad con la que estaban redactadas... Si mi lenguaje era más evolucionado que aquel, ¿por qué no lograba comprender aquello fácilmente?
En resumen, creo que lo natural es que, con el paso del tiempo, el idioma se simplifique, sea permeable a extranjerismos innecesarios y necesarios, pierda vocablos precisos y gane muletillas vacuas, pero la pregunta es: ¿es eso lo ideal? El papel del traductor es hacer las veces de un intermediario, de modo que lo natural sea lo más parecido a lo