María Moliner: una mujer de palabra
María Moliner: una mujer de palabra
Por Daniel Samper Pizano
Publicado en Clarín
Veintiséis años después de la muerte de su autora, acaba de aparecer en España la tercera edición del afamado "Diccionario de uso del español" de María Moliner. El escritor colombiano Daniel Samper Pizano analiza aquí los cambios introducidos.
El ministro de Cultura de España, César Antonio Molina, ofreció una definición casera y exacta sobre la importancia de los libros de consulta: "En todos los sitios donde escribo o leo suelo tener un par de gafas y un diccionario". Lo dijo a propósito del lanzamiento de la tercera edición del Diccionario de uso del español de María Moliner, que se realizó con mínima pompa y abundante prensa en la sede del Instituto Cervantes de Madrid.
Era la segunda resurrección de este compendio que suscita alabanzas casi unánimes. Su primera edición data de 1966 y 1967, cuando aún vivía la pertinaz ama de casa, bibliotecaria y filóloga aragonesa a quien se debe el monumental diccionario que, a despecho de su discutido y discutible título, se conoce simplemente como "el María Moliner". La señora María empeñó quince años de su vida en armar las fichas, pulir las definiciones, indicar el debido empleo gramatical y ofrecer pistas etimológicas sobre miles de palabras. Cuando publicó en Editorial Gredos los dos tomos que abarca su única obra, el monstruo bibliográfico había desbordado la intención inicial -una guía destinada a extranjeros interesados en aprender español- y se había convertido en una de esas epopeyas en que una sola persona levanta una catedral gótica.
Años después del laborioso parto, la autora quiso actualizar el María Moliner y remendar algunos descosidos de la obra, como la incómoda estructura alfabética por familias de palabras y no por voces. Pero la vida no le dio tiempo. Aquejada por la peor enfermedad que puede atacar a un escritor de diccionarios -el mal de Alzheimer-, doña María murió en Madrid en enero de 1981 cuando estaba a punto de cumplir 80 años. Tanto María Moliner como el María Moliner se convirtieron muy pronto en mito. De ella se dijo que trabajaba su diccionario en la cocina sin ayudas y, mientras revolvía los guisos, anotaba a lápiz usos pronominales y orígenes de palabra. No es verdad. La ilustre bibliotecaria republicana -a quien el régimen franquista rebajó 18 puestos en el escalafón profesional- contó con la ayuda de tres asistentes y solía fatigar bravamente una Olivetti portátil, no una pluma de ganso. Así lo atestiguan ciertas fotos. También se dijo que había sido propuesta como candidata a la Real Academia de la Lengua y fue repudiada. Esto sí es cierto. Pedro Laín Entralgo y Rafael Lapesa presentaron su nombre a la hermética asamblea en 1972, pero los honorables académicos se negaron a abrir las puertas de su castillo a una mujer.
Data de entonces el inocultable resentimiento que guardan algunos escritores con la Real Academia y que extienden a su Diccionario, hasta el punto de enfrentarlo con el de doña María como si se tratara de un combate de pelo contra pelo entre gladiadores del léxico.
Por ejemplo, Gabriel García Márquez calculó en 1981 que el Moliner es "más de dos veces mejor" que el de la Academia. José Antonio Millán, ameno tratadista de temas de lengua, opina que "sus definiciones (las del Moliner) mejoran sensiblemente las que venían siendo habituales en nuestros diccionarios". Y el novelista José María Guelbenzu afirmó en un artículo, hace nueve años, que "el tieso y antipático diccionario de la Academia" no ha conquistado ni "una pizca del amor que tantos amantes de la lengua española tenemos por el diccionario de doña María".
«Bigamia diccionárica»
Pero quienes nos negamos a creer en la monogamia en general y la monogamia diccionárica en particular sabemos que se vive mejor con ambos tesauros encima de la mesa. También sabemos que el adjetivo "diccionárico" no existe, pero confiamos en que, a partir de hoy, inicia su lucha por entrar un día a las páginas de las dos recopilaciones.
El María Moliner fue recibido con justo entusiasmo por los lectores. Pero conviene decir que, antes que para escolares gringas interesadas en hablar español o de oficinistas que ya lo hablaban, el Manual de uso del español fue desde el principio invaluable ayuda para quienes, de alguna manera, dependen profesionalmente del idioma: profesores, escritores, periodistas, aficionados a la filología, universitarios de carreras humanísticas. Sigue siendo así. Aun hoy, reconozcámoslo, hay tantas posibilidades de sorprender a una secretaria en trance de consultar el Moliner como de ver a un árbitro de fútbol leyendo un tratado de Enrico Ferri sobre derecho penal.
Querámoslo o no, el de la Real Academia es fiel a su destino de diccionario habitual de consulta y referencia -el primero que merece hallarse en cualquier casa-, mientras que el Diccionario de uso del español mantiene su condición de obra para iniciados.
«¿Qué hace aquí el buen Teseo?»
Así es, y nadie debe molestarse por ello. Las instrucciones para leer la tercera edición del Moliner abarcan dieciséis páginas. Quien se aventure por ellas sin mínimos conocimientos lingüísticos tendrá que empezar por buscar en sus dos tomos términos como "palabra ordenatriz", "sintagma", "pluriverbal", "significante", "lema", "anotaciones morfosintáticas" y "marcas gramaticales". Suelten ustedes estos voquibles en el patio de un colegio y verán las caras de pasmo de los estudiantes.
Aparte de que es un diccionario -un gran diccionario- para iniciados, el Moliner ha padecido de dudas vocacionales. ¿Normativo o de uso? Existe cierta ambigüedad en sus metas, como reconocen quienes lo estudiaron a fondo: Miguel Casas Gómez, por ejemplo, autor de una recopilación de ensayos sobre esta obra (Estudios sobre el Diccionario de uso del español de María Moliner), publicada en España en 1998. El Moliner quiso ser un diccionario de uso, y así se definió en el título. Pero se engañan quienes interpretan que, al decir "uso", doña María estaba renunciando a toda aspiración normativa y optaba por una labor de aséptica recaudadora de empleos y palabras. Ella misma ofrece la clave al definir qué es un diccionario "de uso": "Aquel en que, además del significado de las palabras, se hacen indicaciones sobre su uso correcto". La definición se conserva idéntica en las tres ediciones del Moliner. De modo, pues, que doña María no se limita a rastrillar vocablos, sino que intenta indicarnos cómo deben ellos emplearse.
Además de esta duda existencial, al tratado original lo aquejaban otros problemas. El primero, la complicada gestión alfabética por familias de la misma raíz. Esto conduce a que la palabra matrona no aparezca detrás de matraca, como correspondería por orden de letras, sino delante de ella, ya que figura en el canasto de la familia mater. También figura ceniza antes de cenicero y despreocuparse antes de despreocupación. Campeaban en la primera edición, además, algunos nombres propios de personajes mitológicos griegos, como Ariadna, Teseo, Filomena y Progne -para hablar solo de una familia conocida-, que es información propia de enciclopedias, pero no de diccionarios. Tal selección planteaba preguntas: ¿Por qué Teseo sí y el dios egipcio Amon-Ra no? ¿Por qué Ariadna sí y no el dios escandinavo Thor?
«Malas palabras y tacos»
Otra falla genética que se le ha señalado al Moliner es su escaso interés en el español de Hispanoamérica. Términos como bacán, chévere, pachanga o pebete no figuran en la primera edición. Ahora sí. Otros que sí asoman la nariz lo hacen en condición desvalida, con tipografía mezquina y como si fueran ciudadanos de segunda categoría de nuestra madre lengua.
Una falla más del Moliner, altamente debatida incluso en términos que ella jamás habría aceptado en su diccionario, es la ausencia de malas palabras, aquellas que inspiraron una inolvidable intervención del Negro Fontanarrosa en el Congreso de la Lengua Española de Rosario. Tacos, que llaman los españoles. Doña María, por pudor personal, prescindió de muchos términos peyorativos o soeces de uso corriente. Una labor científica en materia lexicográfica tiene que olvidarse de estos reatos, entre otras razones porque, desde Quevedo y Cervantes hasta García Márquez y Cortázar, las malas palabras son parte dinámica y viva de nuestra lengua.
No es verdad que doña María hubiera suprimido toda procacidad que saltó sobre su mesa de trabajo. Su diccionario sí incluye algunas groserías de escuela primaria, como puta, culo y mierda; pero veta las que circulan en el bachillerato, como coño y joder.
Doña Maruja execraba las malas palabras con una vehemencia incomprensible, que la indujo a omitirlas o repudiarlas: como si un médico, por odiar el cáncer, se negase a estudiarlo. En ciertos casos, acepta incorporar un término procaz -digamos, cojones-, pero no se limita simplemente a catalogarlo como vulgarismo, sino que le endilga un pequeño editorial: "Constituye una de las interjecciones más soeces". ¡Ay, doña María, si usted hubiera prestado servicio militar o acudido a una tribuna popular de fútbol habría descubierto que, comparada con otras que allí se articulan, esta interjección alcanza resonancias poéticas!
«Treinta y un años de siesta»
No se sabe que la señora Moliner estuviera dispuesta a enmendar todos estos resbalones de su diccionario. Pero sí aspiraba a modificar el formato alfabético por familias y, de todos modos, sabía que obras como la suya deben ser desyerbadas, actualizadas y mejoradas en forma periódica, porque reflejan uno de los elementos sociales más cambiantes y sinuosos, que es la lengua. Como bien dice Manuel Seco, "la única forma de que un diccionario sobreviva es renovarlo periódicamente".
La muerte de María Moliner interrumpió de manera bastante contundente su deseo de renovar el diccionario. Fallecida la formidable autora, su tratado entró en un largo período de esclerosis, como ocurre cuando este tipo de trabajos pierden la batalla contra el reloj. Acumulaba el Diccionario de uso del español el polvo de treinta y un años de siesta cuando apareció en 1998 la edición segunda. Una comisión de la editorial Gredos se había encargado de actualizar las 3.018 páginas de la vieja tirada original y ofrecía el resultado de su devota labor como homenaje previo al centenario de la dueña. En ese momento ocurrieron varios cambios importantes. Primero, se impuso el estricto orden alfabético a las palabras. Segundo, se corrigió la tipografía, enredada y desigual. Tercero, se actualizaron muchas definiciones y se incorporaron 7.700 entradas y 25.000 acepciones nuevas. La aparición de la segunda edición del María Moliner fue todo un suceso que había exigido como condición previa el traslado de las galeradas de plomo a memorias electrónicas, proceso tecnológico iniciado por el Diccionario de la Real Academia Española.
Doña María había resucitado, pero la prolongación de su obra ya no era empresa de una sola persona y un par de ayudantes, sino fruto de un trabajo de equipo.
«Y van tres...»
La segunda resurrección de la admirable filóloga acaba de producirse. El equipo que actualizó la obra de 1966 tres décadas después ha puesto a punto la edición 2007. En España, por 130 euros, el lector puede conseguir los dos tomos de 3.351 páginas que contienen 90.045 entradas, 190.000 acepciones -de las cuales 12.000 son enteramente nuevas- y 4.000 gentilicios. Esto es, un 14 por ciento más que la segunda edición. En la tercera edición ya es posible asistir a una pachanga chévere y comer arequipe.
Hay más novedades. Cayeron algunas hojas secas del léxico medieval, y se agregaron vocablos del siglo XXI, como blog, chat, isoflavonas, aromaterapia, euroescéptico.... También se marcharon los invitados enciclopédicos impertinentes, como Ariadna, Teseo, Filomena y Progne. Se corrigieron ausencias: ya figuran las malas palabras que forman parte de nuestro lenguaje habitual y de buena parte de la literatura contemporánea. Ahí están joder, coño...
En cambio, el patriotismo peninsular del María Moliner no sólo no ha menguado, pese a que cada vez se impone más la visión panhispánica de la lengua, sino que se afinca. Joaquín Dacosta Esteban, jefe de redacción del equipo que actualizó la obra, me reconoció que es un diccionario centrado en la norma y el léxico españoles. "Hemos incorporado miles de términos americanos debidamente documentados -me dijo-, y llevan una marca que los identifica como propios de América o de un país americano". Pregunto: ¿ya que el 89 por ciento de los hispanohablantes son latinoamericanos, no habría sido más práctico llamar españolismos a aquellos términos que no se emplean en el Nuevo Mundo? Responde Dacosta: "Sólo puedo decir que, como doña María, trabajamos sobre la base del castellano peninsular". Hay que reconocer, sin embargo, que es nutrida la presencia del léxico procedente de Hispanoamérica.
Algo que esta vez tampoco ha podido resolver del todo el diccionario es el problema de la vocación. Al mismo tiempo se comporta como tratado normativo -cosa que muchos agradecemos- y como alberca de usos buenos y malos. Por ejemplo, en un interesante apéndice llamado "Desarrollos gramaticales" afronta incorrecciones gramaticales de reciente cuño, como el empleo incorrecto del posesivo con adverbios: "delante mío"... "atrás nuestro"... "arriba suyo"...
Además de peninsular, el María Moliner III resulta particularmente tolerante con los anglicismos. El españolés ha sido una coladera de palabras de origen anglosajón que reciben generosa acogida en detrimento de las que cumplen la misma función léxica en castellano: parking, catering, marketing, suspense, gore, sponsor, casting, thriller... Algunas de ellas han pasado ya al Diccionario de la Real Academia Española -que también es huésped poco riguroso en esta materia-, pero las hay que ni siquiera pueden considerarse de uso extendido.
En fin. Estas puntualizaciones son apenas unos pocos lunares en una obra sin lugar a dudas monumental y admirable, y que mejora de edición en edición. Pero que, en mi opinión humilde, ni es útil para escolares ni excluye al Diccionario de la Real Academia Española ni ha alcanzado la perfección que algunos parecen atribuirle.