La increíble biblioteca de la Real Academia
La increíble biblioteca de la Real Academia
En los comienzos de su trabajo, la Academia no sintió la necesidad de poseer una biblioteca: disponía de la librería privada del marqués de Villena, en cuyo palacio se celebraban las reuniones. Lo mismo ocurrió hasta la muerte del cuarto director, dori Juan López Pacheco, nieto del primero (1751). Al encontrarse la Academia sin local fijo, hasta su llegada a la Casa del Tesoro, en 1754, la conciencia de poseer unos instrumentos de trabajo propios se colocó en el punto de mira de sus deseos. Ya había habido algún intento de «buscar libros», y quizá ahora se veía, además, la urgencia de separar los de los particulares de los Villena. El primer intento de adquisición de fondos fue la compra de los libros de Gonzalo Machado, en 1733, al que siguió el destacado de la compra de la biblioteca particular del primer secretario, Vicencio Squarzafigo (1737). La Academia acordó comprar esta biblioteca, unos mil volúmenes (sin duda, de los más manejados en la preparación de Autoridades). Blas Nasarre y Vicente García de la Huerta fueron los encargados de llevar a buen término la compra. Parece que se valoró en «quince mil reales». Pero lo más sustancioso del hecho, fue que, a partir de ese instante, la Academia fijó una cantidad en sus presupuestos para adquisición de libros: es decir, veían ya los académicos la inexcusable obligación de ensanchar ese fondo, a la vez que se eliminaba todo rastro de empleo de propiedades ajenas o privadas. Se decidió destinar trescientos ducados anuales a tal fin. Y, a la vez, se redactó el primer reglamento para la organización y vida de la biblioteca.
Hasta 1794, ya trasladada la Corporación a la calle de Valverde, el secretario estaba al cargo de la custodia de los libros. Es en ese año, con la tranquilidad que produce el disponer de locales apropiados, cuando la Academia nombra el primer bibliotecario académico: Juan Crisóstomo Ramírez Alamanzón, quien renunció a su cargo en 1808, indudablemente por las circunstancias políticas, que no pudo eludir por ser, a la vez, bibliotecario real. Le sucedió Joaquín Lorenzo Villanueva, clérigo de múltiples actividades, persona muy inquieta y discutida. Que no debió de hacer cosa señalada por la biblioteca: esta se cerró, ante el desasosiego general provocado por la guerra. Terminada la contienda, a Villanueva le esperaban la cárcel primero, e1 destierro después. Exilio en un principio en el país y finalmente en Inglaterra e Irlanda, donde murió en 1837.
La Academia, sin embargo, no esperó a que el problema de Villanueva se solucionase. Los vientos políticos no parecían favorables al regreso de los numerosos exiliados, y la Corporación necesitaba seguir con su actividad. Nombró un bibliotecario nuevo. Primero intentó salvar el escollo con un interino: Manuel Abella, en 1814, año difícil para la Academia. Pero también Abella, al año siguiente, tuvo que abandonar y ausentarse. Entonces, la Academia eligió, ya en propiedad, a un gran bibliotecario, hombre empeñoso, dedicado con fervor a sus tareas: Martín Fernández Navarrete, quien desempeñó el cargo entre 1817 y 1844. Navarrete dio un gran empujón a la biblioteca académica. Redactó el primer catálogo, completó series mutiladas, adquirió muchos volúmenes que redondeaban los fondos, incorporó al fondo general las bibliotecas privadas de varios académicos exiliados (Villanueva, Martínez de la Rosa...). Intervino muy activamente en ediciones, etc. En un período en .que los libros españoles se vendían o se subastaban en. todas partes, Navarrete supo salvar e incrementar la biblioteca académica con éxito extraordinario.
En años posteriores fueron bibliotecarios, ya con clara visión de lo que la biblioteca era o debía ser, José Duaso (1844-1849); Eusebio María del Valle (1849-1867); Antonio Ferrer del Río (1867-1872); Aureliano Fernández Guerra (1872-1894); Mariano Catalina (1898-1899); padre Miguel Mir (1899-1912); Emilio Cotarelo Mori (1913, en interinidad); Jacinto Octavio Picón (1913-1923); Francisco Rodríguez Marín (1923-1941); Joaquín Álvarez Quintero (1941-1943); Ricardo León, quien murió a los pocos días de ser elegido, dejando paso a Vicente García de Diego (1943-1978); Alfonso García Valdecasas (1979-1986); José García Nieto (1986-1989).
La importancia de la biblioteca académica quedó reconocida ya a finales del siglo XIX, cuando un Real Decreto (25 de febrero de 1894, al hacer el traslado a la nueva casa, residencia actual), incorporó la colección al cuidado del Cuerpo Facultativo de Archivos, Bibliotecas y Museos, dotando una plaza para ella. Se dio la casualidad de que, antes, en 1867, había sido designado académico bibliotecario Antonio Ferrer del Río, quien pertenecía al flamante Cuerpo (había sido creado en 1858). Ferrer murió en 1872, antes de la incorporación oficial. De la biblioteca se han encargado varios bibliotecarios distinguidos. Luis García Rives estuvo en la casa entre 1919 y 1948, fecha esta última en que pasó a ser director del Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores. García Rives organizó numerosas exposiciones de libros españoles dentro y fuera de España, y redactó los oportunos catálogos. Fue autor de un Vocabulario medieval, premiado por la Academia (premio Cartagena, 1945). No publicado, fue incluido en el fichero general. A Luis García Rives le sucedió Bonifacio Chamorro Luis, latinista, entusiasta traductor de Horacio y profesor de lengua latina, historiador de la biblioteca de Jovellanos, etc., trabajo este último muy valioso (Revista de Bibliografia Hispánica, Madrid, 1944). Chamorro estuvo a cargo de la Biblioteca académica entre 1949 y 1955. Su hueco se cubrió con la personalidad de Jaime Moll Roqueta, quien permaneció en la Casa hasta 1988, en que obtuvo la cátedra de Bibliología de la Universidad de Madrid. Aparte de su dedicación a los viejos libros, reflejada en numerosos artículos, Moll es destacado musicólogo y ha dado fin a esclarecedores trabajos sobre esta materia. Vino a sucederle, en 1988, Luz González López, excelente colaboradora, gran conocedora de los problemas que hoy rodean a las bibliotecas históricas y desvelada por la buena marcha de la Institución. Dos auxiliares colaboran eficazmente al servicio de lectura. La biblioteca académica, a pesar de estar concebida para el uso de la Corporación, se abre a toda persona que necesite manejar sus fondos, previas unas mínimas condiciones. Los fondos sobrepasan ya los cien mil volúmenes.
Se destinó a biblioteca el ala sur del edificio de Felipe IV, en la planta principal. A pesar de su amplitud, ha sido necesario ir ensanchando el espacio destinado al depósito. Primero se habilitó el ancho hueco correspondiente al frontón del edificio (antes, se había habilitado el ala norte, simétrica a la biblioteca, para seminario y lugar de redacción de diccionarios, y allí se trasladaron numerosísimos volúmenes, los más frecuentemente manejados). Hacia 1960 y siguientes, la mitad del ala sur fue reformada y casi cuadruplicada su capacidad al habilitarse estanterías metálicas y de dos pisos; lo mismo se hizo en el hueco del frontón. También se aumentó, con estos arreglos, la seguridad del depósito y de sus contenidos. Durante varios años, entre 1970 y 1989, se han ido cambiando, en todo el edificio, los elementos combustibles, decorados, zócalos, etc., del siglo XIX por otros más modernos. Solamente se ha respetado la mitad del ala sur, tal y como se concibió al construir el edificio, como testimonio de una época y de una forma de ver la biblioteca. Finalmente, hacia 1980 y con la colaboración de la dirección general de Bibliotecas del Ministerio de Cultura, se ha construido una cámara acorazada para protección de los libros preciosos... Hoy, la biblioteca es modelo de funcionamiento y de amor por los libros.
Entre los libros antiguos, relativamente abundantes, debemos recordar el códice del siglo xv con las obras de Gonzalo de Berceo. Parte de ellas (el códice, procedente del monasterio de San Millán, en La Rioja, fue fragmentado cuando la exclaustración del siglo XIX) había sido comprada por el hispanista norteamericano Caroll Marden, quien la donó a la Academia (1925). Otra gran parte fue adquirida en el comercio anticuario por la Academia a principios de siglo. Hoy existe una excelente edición facsímil del códice (1983), ordenado, y con los folios que están en propiedad particular todavía. También se ha editado en facsímil (1992) muy cuidado el Códice Puñonrostro (siglo xv), con las obras de don Juan Manuel. Fue adquirido por la Academia Española, a principios de siglo, al librero Krapf (mil pesetas, en 1904). Tesoro inestimable es el códice del Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita, del siglo XIV. El códice llegó a la biblioteca en 1802, en que lo donó el director, don Pedro de Silva Sarmiento, albacea del anterior propietario, Tomás Antonio Sánchez. Es el llamado Códice Gayoso, por haber pertenecido a este erudito (Benito Martínez Gayoso ). Después de haber pasado por Francisco de Santiago Palomares, este se lo regaló a Tomás Antonio Sánchez en 1787. También existe edición facsimilar (1974).
Varios son los manuscritos dignos de mención aparte que se guardan en la biblioteca académica: las Etimologías de San Isidoro, del siglo XII; el Fuero Juzgo, del siglo XIII, que perteneció a Campomanes (hay varios manuscritos de los siglos XIV y XVI), el Fuero Real (siglo xv). Abundan documentos de autores del siglo XVII, de gran interés (Góngora, Quevedo, Cervantes: de este último, el proceso con motivo de la muerte de Gaspar de Ezpeleta, Valladolid, 1605, amén de otros muchos que Pérez Pastor dejó). Es muy importante el grupo de documentos sobre pragmáticas, noticias bibliográficas diversas, ventas, etc. Un lugar de excepción ocupan los numerosos autógrafos del siglo XIX (y algunos del xx) (marqués de Molins, Nicomedes Pastor Díaz, Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega, Alarcón, Hartzenbusch, García Gutiérrez, Zorrilla, etc.) . Uno de los últimos ingresos en este apartado, en la biblioteca, ha sido una donación de papeles referentes a Simón Bolívar, hecha por Salvador de Madariaga en 1972. Ya en el siglo xx se han incorporado numerosos autógrafos de los hermanos Álvarez Quintero, regalo de su hermana María Luisa, y el poeta Jesús Lizano depositó en la biblioteca su obra poética (1986).
Los incunables que ennoblecen la biblioteca académica se acercan hoya los cuarenta. Entre ellos cabe recordar las Partidas, de Alfonso X (Sevilla, 1491); el Doctrinal de caballeros, de Alonso de Cartagena (Burgos, 1487); Cancionero de Juan del Encina (Salamanca, 1496); Lilio de Medicina, de Bernardo Gordonio (Sevilla, 1495); San Isidoro, Liber Etimologiarum (Venecia, 1483); Nebrija, Dictionarium ex sermone latino in hispaniensem (Salamanca, 1492); Universal Vocabulario en latín y en romance, de Alfonso de Palencia (1490); Diego Rodríguez de Almella, Valerio de las Historias (Murcia, 1487); Enrique de Aragón, Los doce trabajos de Hércules (Burgos, 1499); Vicente de Beauvais, Speculum Historiale, 1473... Existen varios tomos de Séneca, Cayo Itálico, Gil de Roma, Plutarco, etc. Para los libros más distinguidos, la Corporación dis puso un salón en la planta baja de Felipe IV, para exponerlos en vitrinas (las estanterías de las paredes contienen las publicaciones académicas). Con alteraciones temporales, aún pueden contemplarse, en compañía de manuscritos y otros recuerdos de escritores.
Son más abundantes los impresos de los siglos XVI y XVII, en los que la selección para enumerarlos aquí se rodea de dificultades. Citaremos las varias impresiones de San Agustín (Valladolid, 1511; Toledo, 1538); Cosmografía, de Pedro Apiano (Amberes, 1548); Cancionero General (Toledo, 1527; otra edición de 1557). Son varios los ejemplares cervantinos (Quijote, Madrid, 1605; 1610; Bruselas, 1611-1616; Lisboa, 1617, etc.). La Galatea (Alcalá, 1585); Pedro Ciruelo, Reprovación de las supersticiones y hechicerías (Salamanca, 1556); Libro de Albeytería, de Manuel Díaz (Toledo, 1507); Belianís de Grecia, de Gerónimo Fernández (Burgos, 1579; 1587); Rodrigo de Santaella, Vocabularium Ecclesiasticum (Estella, 1546); varios Fueros entre 1528 y 1592; El pastor de Fílida, de Gálvez de Montalvo (Madrid, 1582); Sumario de las ma- ravillas y espantosas cosas que en el mundo han acontescido, de Álvaro Gutiérrez de Toledo (Toledo, 1524 ); Cancionero de López Maldonado (Madrid, 1586); Gramática castellana, de An- tonio de Nebrija (Salamanca, 1492); Coloquios, de Pero Mexía (Zaragoza, 1547); Nicolás Mo- nardes, Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias occidentales, primera y segunda y tercera parte (Sevilla, 1574); Romancero General (Madrid, 1604-1605); Miguel de Sa- linas, Retórica en lengua castellana (Alcalá, 1541); Boccaccio, Ilustres mujeres (Sevilla, 1528); Caída de príncipes (Toledo, 1511); Juan de Mena, Las CCC (Sevilla, 1512; Alcalá, 1566), etc. Hay abundantes tomos de Partes de comedias, distintas ediciones, y ediciones príncipe de Vicente Espinel, Lope de Vega, Las Casas, Diego de Salazar, etc. Sería enfadoso ensanchar esta relación, que no llevaría más que a demostrar lo que ya está demostrado: la riqueza de la colección académica.
Este texto ha sido extraído del libro «La Real Academia Española», de Alonso Zamora Vicente.