La música y la gramática
La música y la gramática
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Muchos escépticos del lenguaje consideran que la gramática supone un corsé, una obligación absurda para el escritor o el periodista, para el abogado o para el presentador de televisión, un código impuesto que coarta su creatividad, una reliquia del fascismo. Por supuesto, tal opinión se extiende a la sintaxis, la semántica, la ortografía o los libros de estilo de los diarios, que algunos periodistas desprecian como residuos de una dictadura.
Ningún estudiante de música, sin embargo, rechazaría el solfeo como algo que atase su creatividad, que cercenara su propio estilo y dificultase la expresión espontánea. Ni mucho menos la ortografía que una partitura precisa para trasladar a cualquier espíritu receptor lo que alguien ha podido concebir en su mente a miles de kilómetros... o centenares de años antes (lejano en el espacio o en el tiempo): las subyugantes corcheas, fusas, semifusas y demás partículas de la oración musical han permitido descifrar, pues, el genio interior de Beethoven o los sentimientos más íntimos de Chopin.
Y las normas elementales de la música y los sonidos, las leyes del ritmo y del contrarritmo, amparan lo mismo el jazz que el rock, los boleros, las sinfonías o la canción tradicional, las sevillanas o el dixie, el pasodoble y el tango, la marcha militar y la canción protesta. El solfeo y la armonía sólo ponen una condición básica para cualquiera de estos géneros: se prohibe desafinar. y precisamente por eso, porque sus normas impiden la desafinación, garantizan el buen sonido. Una vez adquirida esa base, se permite la creatividad. Pero la invención que podamos plantearnos como autores habrá de respetar la testarudez de la armonía y el solfeo para resultar hermosa.
¿Cómo se desafina? Las vibraciones de la música producen placer o desagrado según las distintas frecuencias de sonido que emite cada nota. Las ondulaciones producidas al tantear las teclas del piano pueden caminar paralelas y congeniar en el aire, o interferirse y caer entonces en la distorsión, que apreciará sin duda quien disponga del oído adecuado para ello, sea natural o adiestrado. Un espectador con talento o educación musical podrá discernir si un violinista desafina. Pero su juicio no entra en lo opinable: hoyen día la desafinación se puede demostrar con instrumentos electrónicos que miden las ondas sonoras, que saben si un la se ha lanzado al aire con las 435 vibraciones por segundo que precisa para tratarse de un la afinado, un la pronunciado con perfecta prosodia instrumental, sin faltas de ortografía.
A diferencia de la música, no existen mediciones físicas ni electrónicas -ni hoy ni nunca- sobre cómo se desentona en el lenguaje. Al hablar o al escribir se cometen incorrecciones -se desafina- cuando el autor vulnera lo que constituye la norma de los hablantes. La "norma": es decir, lo "normal", lo que los hablantes han decidido asumir como tal al través de los siglos. O la "regla ", es decir, lo "regular", lo que por lo regular se usa. En la música, los criterios técnicos vienen dados por las leyes físicas del diapasón. (Antes de descubrirse estos fundamentos y su medida científica, la afinación sólo podía responder al gusto general del público; y los nuevos alumnos admitían el criterio general de sus maestros, y los nuevos públicos el de sus antecesores; y los maestros el gusto del público, cerrando así el democrático ciclo; un gusto que luego demostraron los afinadores electrónicos). Aquí, en el lenguaje, sólo existen -hoy y siempre- las leyes de la democracia, tan discutibles como extenso pueda ser el tiempo de que se disponga para discutirlas; pero todo aquello que los usuarios han decidido rechazar suena mal. Casi podríamos decir que objetivamente suena mal, aunque los criterios puedan parecernos arbitrarios muchas veces porque aún no se ha inventado la medición electrónica de las palabras.
Sólo el gusto general decide qué condenamos como una penosa cacofonía -por ejemplo, "la mata a hachazos", frase tomada de un titular de prensa- y qué apreciamos como una hermosa aliteración -"siempre con su cloqueante cacareo de gallina clueca", verbigracia extraída de la novela de Gabriel García Márquez Cien años de soledad. En ambos casos -la aliteración y la cacofonía- estamos hablando de una reiteración de sonidos, hermosa una y despreciable la otra. 1. Sólo el conocimiento del idioma, de su genio interno, de su historia literaria y de su uso actual, o en su defecto el buen gusto y el talento, nos permiten la fineza de condenar o elogiar una frase sin la autoridad del diapasón infalible; pero con el mismo sentido musical: igual que un buen oído, natural o entrenado, puede descubrir los defectos de una orquesta sin necesidad de corroborarlos con la medición física.
La gramática y la sintaxis, incluso la fonética, forman ese afinador básico que puede servir de referencia al lector y a quien le escriba, que permite templar las cuerdas de la guitarra y la piel de los timbales. Contra sus normas -o sin ellas- nadie podrá interpretar ni componer una sinfonía literaria. Además, quien lo intente habrá de conocer las leyes de la armonía, que, en cuanto atañe al lenguaje, sólo la lectura y la reflexión pueden enseñarnos.
Pero la gramática no está de moda. Ya Miguel de Unamuno se burlaba de la necesidad de aprenderla: "Dicen que a los españoles nos hace mucha falta aprender gramática, cuando lo que necesitamos es tener qué decir"; y el autor de Niebla proclamaba además la inutilidad de esa asignatura "para escribir y hablar con corrección". Sin embargo, según lo explicado más arriba, tras aprender gramática probablemente se tendrá más que decir porque se habrá ganado capacidad de razonar.
Ahora bien, puede interpretarse también la música "de oído", mediante el conocimiento instintivo de las leyes de la afinación y los acordes. No hace falta estudiar gramática para "escribir y hablar con corrección" como no hace falta aprender solfeo para tocar la flauta. Pero al final el resultado musical del aficionado deberá coincidir, si se trata de música afinada, con las normas que habría cumplido el más educado intérprete de cámara. Ni uno ni otro podrán pulsar una nota re si se acompaña de un acorde de do mayor. Porque disuenan. Así, un buen autor de novelas tal vez no haya aprendido en la escuela gramática y sintaxis. Pero no podrá escribir sin ellas.
Un prestigioso crítico español se quejaba recientemente de que algunos de sus colegas se hubieran convertido en unos "censores gramaticales" que persiguen a determinado autor de éxito internacional. "Es una vieja, arqueológica tradición: el fundador de tal linaje fue don Diego Clemencín, autor en el siglo XIX de un grueso comentario al Quijote, donde, entre otras cosas, señalaba con fruición los errores gramaticales de Cervantes -fruto de 'una negligencia y desaliño que parece inexplicable'- que el bueno de don Alberto Lista, que era más inteligente, trató de atenuar arguyendo que los tales errores no lo eran en la época de don Miguel. Clemencín ha sido padre de un linaje abundante, que en este fin de siglo ha tomado como uno de los blancos predilectos de sus censuras a Javier Marías, cuyo éxito internacional tiene, al parecer, difícil perdón. Pero sucede, qué le vamos a hacer, que la crítica literaria nada tiene que ver con el análisis gramatical"<sup>2.
¿Y cómo no? ¿Cómo no va a guardar alguna relación con el sonido y la afinación esa redundancia del verbo tener, presente en dos frases consecutivas, en la que, al final de nuestra cita, incurre el propio crítico literario? ¿Cómo no vincular un análisis sobre la actuación de un cantautor con los desatinos que hubiera cometido el trompetista de su grupo, o él mismo con su propia voz? El crítico musical podrá hablar en justicia de que las canciones del artista gozaban de una magnífica construcción de letra y partitura, pero luego deberá matizar que no resultó agradable escucharlas al haber sido ejecutadas ante el público.
En estos casos, los integrantes del bando en-el-fondo-todo-da- igual suelen aportar como ejemplo de autoridad los errores gramaticales de Baroja o Galdós, sin duda geniales escritores. Pero, en fin, uno habría disfrutado mucho más de La busca si don Pío hubiera corregido algunas notas musicales que, sin añadir fuerza expresiva, restaban armonía a su discurso. Y añadiré que, leída la obra de Baroja -especialmente- durante los años del bachillerato, para mí supuso una enorme contradicción: por un lado, las teorías y las correcciones que aplicaba el profesor de lengua; y por el otro, los elogios que se dedicaban a don Pío en la clase de literatura. Sin ninguna crítica gramatical. Frente al descuido de muchos autores de hoy en día -herederos de esa desatención de algún antecesor, incluido el propio Cervantes, algunos de cuyos despistes sí eran errores en aquel tiempo-, cómo no disfrutar con la finura léxica y sin táctica de Miguel Delibes, que se permite juegos inolvidables como hacer que Lorenzo, el curioso personaje protagonista de Diario de un emigrante, use siempre la expresión vulgar "en pelotas", mientras que cuando escribe Delibes en su papel de narrador acuda siempre a la fórmula "en pelota" opción culta que casa con la etimología de "piel" de la cual procede, y que enlaza con la más amplia "en pelota picada" 3.
Por otro lado, a nadie le consta que Beethoven lograra fama de buen violinista. El talento del autor puede despreciar ciertos detalles de puntuación -así lo demuestra en sus declaraciones el premio Nobel colombiano- porque luego los correctores dejarán cada acento en su sitio. Pero sin el trabajo de esos profesionales se produciría la desafinación. Por eso existen. Un buen instrumentista mejora la propia composición de un genio, y los grandes maestros de la guitarra o del violín, los buenos directores de orquesta, son considerados artistas; incluso genios también. Los correctores de las editoriales no llegan a tanto, pero quién sabe cuántas mejoras habrán introducido en textos tomados ahora por perfectos, cuántos despistes habrán sabido resolver para que al final los lectores disfrutemos de una sinfonía sin ruidos. La genial fotógrafa española Cristina García Rodero conoce muy bien cuánto mejora sus obras el laborante que las revela, Antonio Navarro, que hace juegos de magia con sus manos bajo la lámpara de la ampliadora para acomodar las luces y las sombras.
Hace unos años, un magnífico escritor y periodista logró un relevante galardón literario español con una novela que no incluía ni una sola coma. El diario El País publicó como avance periodístico su primer capítulo. Y los correctores del periódico, que revisaron el texto como uno más, sin saber que gran parte de su originalidad se basaba en no hacer concesión alguna a tal signo ortográfico, esparcieron por la obra cuantas comas consideraron necesarias. Nadie revisó luego el capítulo, una vez salido del departamento de Corrección, y así se publicó, con gran descontento del autor cuando observó la tropelía. Sin embargo, los correctores hicieron muy bien su trabajo: colocaron las comas allí donde resultaban realmente necesarias, porque de otro modo las frases en que se omitieron habrían significado algo distinto de lo que el autor deseaba expresar según se deducía más tarde del contexto.
Me refiero a este tipo de actitudes de intelectuales competentes y cultos cuando intento defender la gramática frente a esa tendencia moderna que la desprecia, la soslaya o, simplemente, la desconoce, seguramente por no haber aprendido jamás que la gramática procede del pueblo. Tiene mérito componer una novela sin una sola coma: pero más aún lo tendría si realmente no fuera necesaria ninguna coma.
La corriente iconoclasta de algunos de los nuevos autores -no es el caso del aludido, hombre de sólida prosa al que sólo podemos reprochar esa pequeña broma- utiliza como disculpa la rotura de moldes y formas para esconder graves carencias de formación.
Afortunadamente, otro crítico, Luis de la Peña, pone la cuestión en su sitio: "Muchos de los jovencísimos escritores que irrumpen hoy en el mercado editorial revelan un grave desconocimiento de la sintaxis, una pasmosa ignorancia de la composición, del estilo, de los mecanismos artísticos con que construir las historias. Difícil entonces, con este bagaje, descubrir nada, transformar nada ". Y el ensayista mexicano Blas Matamoro agrega: "El editor o el funcionario editorial que corresponda es el que da los últimos toques y retoques al producto que firmará un autor menos autor de lo que la gente presume" 4.
Sabemos que, a diferencia de los novelistas de hoy en día, Cervantes careció en sus primeras ediciones baratas de competentes profesionales de la imprenta, quizá acuciados a su vez por la escasez de medios y salarios. Y que, efectivamente, el español de entonces se hallaba todavía en formación. Ahora ya contamos con un idioma consolidado y con una "reedición definitiva " del Quijote a cargo del profesor y académico Francisco Rico, que ha intentado recomponer en el libro lo que se supone concibió el Manco de Lepanto antes de que los malos duendes hicieran magia negra sobre sus textos. Cervantes creó una música magistral. Francisco Rico ha sabido interpretarla. Aplaudamos, pues, al pianista.
1 Dos ejemplos más de hermosas aliteraciones:
"...Bajo la bóveda de la estación y el estrépito de los expresos...". Antonio Muñoz Molina, Beltenebros, Barcelona, Seix Barral, 1990. La sonoridad de "estrépito" y "expresos" refuerza el concepto del ruido de los trenes.
"Todavía tenía en sus oídos el retumbar de los truenos en la tormenta de la tarde". Manuel de Lope, Bella en las tinieblas, Madrid, Alfaguara, 1997. La reiteración del sonido t evoca la tormenta.
2 El País, Madrid, 11 dejulio de 1998, suplemento "Babelia",
3 Resalta este hecho Fernando Lázaro Carreter en El dardo en la palabra, op. cit.
4 Luis de la Peña y BIas Matamoro en El porvenir de la literatura en lengua española, Madrid, Alfaguara, 1998.