¿Quién legitima el idioma? ¿El rey de España?
El gobierno de España, por medio de la corporación estatal Instituto Cervantes, ha avanzado un nuevo paso en el sentido de asegurarse el timón normativo de nuestra lengua, al crear el Servicio Internacional de Evaluación de la Lengua Española (SIELE), que se presenta como “un único examen de español para todo el planeta” ( El País , Madrid, 2/7/2015).
A fin de poner un pie en América para legitimar su poder sobre la lengua de todo el mundo hispanohablante, el Instituto Cervantes incluyó a la Universidad Autónoma de México (UAM), además de la Universidad de Salamanca, que con sus ochocientos años de vida perfuma el proyecto con el rancio aroma de la tradición, tan caro a la filología oficial española.
El acuerdo para la puesta en marcha de este certificado internacional fue firmado en México en ceremonia presidida por los reyes de España, una señal para los hispanohablantes acerca de quién manda en la normativa de nuestra lengua. Felipe VI, dígase de paso, es presidente de honor del Instituto Cervantes.
Como parte de esta estrategia, se invisibiliza el Certificado de Español Lengua y Uso (CELU), que es expedido por el gobierno argentino con el respaldo de más de veinte universidades de ese país. Para España y para toda América, excepto quizá el Cono Sur, el CELU no existe; lo ignoran los españoles y lo ignoramos los americanos.
La reina Letizia identifica simbólicamente a la Corona como nueva abanderada de la posición de España en el papel de dueña y señora de la lengua de todos, al agradecer al Instituto Cervantes por encabezar, en nombre del reino, la épica cruzada de llevar el español a los infieles que hablan otras lenguas: “Gracias por llevar la lengua y la cultura en español a tantos lugares”, “por ser la referencia más sólida en la formación de profesores de una lengua como segundo idioma”, manifestó recientemente.
El siglo XIX, tras la pérdida de las colonias, se convirtió en uno de los más negros de la historia de España, que se empobreció considerablemente y se sumergió en una serie de crisis políticas que llevaron, en 1898, a la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. País pobre ante sus vecinos enriquecidos, el reino peninsular se propuso entonces lograr “lo que por las armas y la diplomacia ya no era posible”, como admitió el académico Zamora Vicente1: crear un sistema de academias dirigido desde Madrid, de modo de imponer la noción de que existe una cultura hispanoamericana, que no sería otra cosa que la cultura española trasplantada a América.
En las últimas décadas, la antigua potencia colonial ha dedicado ingentes recursos políticos, diplomáticos y económicos para potenciar lo que llamó “Marca España”, a fin de prestigiar las mercaderías que el reino de Felipe VI ofrece al mundo. Es preciso reconocer que se trata del legítimo derecho de todo país de expandir su comercio internacional, aunque en este caso sea a costa de los más de 400 millones de personas que hablan español en más de veinte países.
Esta pretensión se basa en la creencia errónea, difundida a ambos lados del Atlántico, de que las autoridades asentadas en Madrid tienen el poder de dictaminar lo que es “correcto” y lo que es “incorrecto” en materia de lengua. Se trata de naturalizar (en el sentido de “hacer que parezca más natural”) la idea de que las instituciones del Reino, o las americanas que cuentan con su apoyo, tienen el derecho de monopolizar la emisión de certificados de proficiencia del español como lengua extranjera.