bingo
Una noche fría de 1929, el vendedor de juguetes neoyorquino Edwin Lowe conducía su coche por una carretera del sur de los Estados Unidos, cansado y deprimido. Hacía pocos meses que la Gran Depresión había sacudido los cimientos de la economía norteamericana y conmovido al mundo, y se vivían días difíciles.
Mientras buscaba un hotel donde pernoctar, Lowe advirtió una tienda colorida al borde de la carretera, con muchas luces y música, y se acercó para ver de qué se trataba. Estacionó su auto y entró. En medio de una densa humareda de cigarros, contempló a cierto número de personas sentadas alrededor de una mesa sobre la cual cada una tenía un cartón y un montoncito de frijoles. Un sujeto, que actuaba como animador, extraía bolillas numeradas de una bolsa y cantaba los números ante los circunstantes, que ponían, de vez en cuando, un frijol sobre los cartones.
Al acercarse un poco más, Lowe observó que lo que los participantes tenían ante sí era una especie de cartón de lotería con los números del 1 al 75 alineados en cinco columnas. Al completar una línea, el jugador gritaba triunfalmente ¡beano!, del inglés bean ‘frijol’. Entusiasmado con la novedad, y ya menos deprimido, el vendedor viajero se llevó a Nueva York la idea del juego, que ensayó con éxito con amigos y familiares. Un día, mientras estaban jugando en la casa de Lowe, uno de los participantes, emocionado por haber ganado la partida, se equivocó y, en vez de ¡beano!, gritó ¡bingo!, palabra que acabó adoptada como nombre del juego. El vendedor siguió desarrollando la idea y terminó por encabezar cada una de las cinco líneas de números por una de las letras de la palabra bingo, que pasó a nuestra lengua con la misma grafía: bingo. Con este juego, Lowe amasó una cuantiosa fortuna y, finalizada la recesión, ya era un hombre muy rico.