Polémica literaria: traductores reclaman reconocimiento, pero la industria se lo niega
La escritora y traductora argentina Inés Garland
Una iniciativa en forma de carta abierta online, desde el Reino Unido, reclama que el nombre de los traductores figure en la tapa de los libros. Sin embargo, el sistema corporativo editorial aún se debate entre la desconfianza y el desinterés porque "el que vende es el autor original”.
Durante demasiado tiempo hemos dado por sentado a los traductores. Pero es gracias a ellos que tenemos acceso a las literaturas del mundo pasadas y presentes.
Gracias a los traductores no somos meras islas aisladas de lectores y escritores que hablan entre sí, escuchándose sólo a sí mismos.
Los traductores son la savia del mundo literario y del comercio del libro que lo sustenta. Deberían ser debidamente reconocidos, celebrados y recompensados por ello. El primer paso para lograrlo parece obvio. A partir de ahora pediremos, en nuestros contratos y comunicaciones, que nuestros editores garanticen, siempre que se traduzca nuestra obra, que el nombre del traductor aparezca en la portada.
Hasta el momento, 2678 personas suscribieron la carta abierta impulsada el año pasado por Jennifer Croft (traductora de Los errantes, novela ganadora del Premio Internacional Booker de la Nobel polaca Olga Tokarczuk) y Mark Haddon (autor de El curioso incidente del perro a medianoche), donde escritores se comprometen a pedir que “siempre que nuestro trabajo sea traducido... el nombre del traductor aparezca en la portada”.
Todo había comenzado con un tuit de Croft (quien también llevó al inglés la obra de los autores locales Romina Paula, Pedro Mairal y Federico Falco) al descubrir que, diez años después de trabajar en la traducción y publicación de Los errantes, de Tokarczuk, su nombre no figuró en la portada: “No traduciré más libros que no tengan mi nombre en la tapa. No solo es una falta de respeto hacia mí, sino que también es un perjuicio para el lector, que debería saber quién eligió las palabras que va a leer”. En el caso de la traducción por parte de Croft de la obra de la escritora polaca, su aporte es elocuente, ya que le permitió nada menos que hacerlo accesible ante una audiencia global justo antes de ser reconocida por la Academia Sueca con el máximo galardón de la Literatura, en 2018.
Más tarde llegó la traducción de Księgi Jakubowe o The Books of Jacob —traducida al español como Empujón. La medicina natural del horror—. El diario The New York Times recopiló algunos de los comentarios que la crítica hizo entonces sobre el trabajo de Croft, entre los que figuran “efervescente” y “maravilloso”. Además, citó una reseña de Dwight Garner en la que se afirma que “la sensible traducción (...) está en sintonía con los muchos registros de la autora; incluso hace clic en los juegos de palabras”.
En el caso de la versión en inglés de The Books of Jacob, el nombre de Croft sí apareció en la portada junto al de la autora. También recibió regalías; una novedad para quienes estaban acostumbrados a recibir una tarifa única y fija por su trabajo. Algunos años antes, el prestigioso Premio International Booker había modificado sus reglamentos internos para dividir la generosa suma de 50.000 libras esterlinas entre el autor y el traductor, admitiendo que la obra en cuestión es producto de un trabajo colaborativo. Lo mismo hizo en Alemania el premio Deutscher Jugendliteraturpreis, y otros tantos. Esas decisiones y el reclamo de Croft generaron —o quizás son consecuencia— de una revalorización del oficio. Puede que responda a la agudización de las consecuencias de la globalización en el mundo literario, pero lo cierto es que algo parece estar cambiando.
Sin embargo, algunas editoriales siguen presentando ciertas resistencias, sobre todo de este lado del hemisferio. Traductores argentinos con experiencia en editoriales locales y extranjeras dicen que el argumento suele ser que lo que vende es el autor original, no el traductor. También afirman que, a diferencia de lo que sucede cuando trabajan en editoriales españolas, en Argentina no se paga por los derechos de traducción debido a que, en el contrato por su trabajo, el traductor debe ceder sus derechos.
Sobre el tema, el Colegio de Traductores de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires dijo a Infobae Cultura que hacia adentro de la organización no existe una resolución clara o unívoca al respecto, debido en parte a que la ley no es concreta sobre el tema, lo que deja en manos de la editorial y del contrato propuesto por ella los derechos de los traductores sobre sus obras.
Mientras que algunas editoriales locales —de las grandes, pero también de las independientes— atribuyen el casi nulo reconocimiento que se les da a los traductores a cuestiones vinculadas al “diseño” de sus colecciones, a que “no vende”, o directamente a que “no suele hacerse”, muchos otras otras sí piensan en la tarea y el lugar de los traductores al concebir la publicación de obras en otras lenguas.
“Publicamos dos obras de la autora de Antigua y Barbuda Jamaica Kincaid —Autobiografía de mi madre (2021), y Lucy (2022)— traducidas por Inés Garland. La elegimos por su excelencia como traductora pero sobre todo porque es poeta y narradora, y creímos que podía capturar esa prosa que no había logrado la primera traducción hecha en España (...). Además, elegir a alguien a la altura había sido uno de los requisitos de los agentes de Kincaid, y por todo eso, nos pareció que ponerla en tapa era una manera de reconocer su trabajo y hacerle saber a las y los lectores qué tipo de traducción iban a enfrentar”, explicó sobre el asunto Santiago Kahn, editor de La Parte Maldita.
Reconocimiento a los traductores, responsabilidad con los lectores
A esa otra cara de la moneda también se había referido Jennyfer Croft en alguna otra ocasión, al explicar que su reclamo implicaba que los traductores debían ser responsables con la obra que acercan a un nuevo idioma.
Marco Neves, profesor, traductor y escritor de varios libros sobre las lenguas—entre ellos Gramática para Todos e Historia del portugués desde el Big Bang— opina que se trata de honestidad y de responsabilidad, pero añade que hasta podría favorecer el atractivo comercial de una obra: “Hace poco, compré una obra que ya tenía en casa porque había sido traducida por una persona en particular. Esto ocurrirá cada vez más si el traductor figura en la portada”.
“La invisibilidad es uno de los temas habituales entre quienes piensan en la traducción, incluso cuando se trata de la traducción no literaria. La traducción al inglés, como lengua central del sistema literario mundial, tiende a domesticar los textos, a hacer desaparecer la extrañeza de otras lenguas, como si a los lectores sólo les gustara leer textos que parecen estar escritos directamente en inglés. En el caso de otras lenguas, no siempre es así. Muchas obras traducidas del inglés conservan más fácilmente las huellas del original. Nos encontramos ante la famosa tensión entre domesticación y extranjerización. Pero como dice Anna Aslanyan, autora del reciente libro Dancing on Ropes: Translators and the Balance of History, los traductores no eligen realmente entre estos dos polos: se acercan y se alejan de la lengua y la cultura de origen de diversas maneras a lo largo del texto”, reflexionó Neves.
Se calcula que apenas entre un 2% y un 3% de los libros en lengua inglesa son traducciones del resto de las lenguas, lo que significa que el 98% son escritos originalmente en inglés.
“Un libro es una mirada sobre el mundo. Debería haber un movimiento de traducir desde todas las lenguas para abrir la percepción de los mundos dentro del mundo. Si hubiera sabido esto antes, habría estudiado lenguas más raras y estaría embarcada en buscar y traducir libros de culturas menos conocidas. Encontrar las afinidades y las diferencias, sentirse parte del torrente de la humanidad, singular y a la vez perteneciente a él; es una experiencia que se hace muy intensa en la lectura y se profundiza en el oficio de la traducción”, dijo sobre el tema Inés Garland, que además de traducir a Jamaica Kincaid, tradujo a Lorrie Moore, Sharon Olds, Lydia Davis y Mavis Gallant; escribe y enseña escritura creativa en Argentina y Chile.
“Reconocer que un texto es traducido —opinó por su parte Fiona Mackintosh, experta en narrativa y poesía argentinas y traductora de Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Camara— es querer mantener visible la diferencia entre culturas, por un sentido de respeto”.
“Es bueno construir puentes textuales, en vez de conquistar otros territorios con un inglés devorador y voraz”, añadió.
¿Oficio imposible?
Hay otro argumento detrás de la invisibilización de los traductores vinculado a cierta condescendencia con los lectores. Dentro del mundo editorial e incluso entre los lectores y en la academia no es extraño escuchar comentarios en los que se desliza una desconfianza con la traducción. La idea es que la obra traducida siempre será una versión devaluada de la original, debido a palabras y construcciones que resultan imposibles en otra lengua.
A pesar de esas expectativas sociales, los traductores acuerdan en que la traducción está lejos de ser imposible. “¿Alguien que haya leído la Odisea en español no ha leído nunca a Homero? ¿Puede un lector que no conoce la cultura de la que procede decir que ha leído una obra? Ahí lo tienen: el traductor nos acerca a la obra, a un autor y a una cultura, creando una obra nueva”, opinó al respecto Neves, aportando más ejemplos: “Leer una obra en el original no siempre es acercarse a la obra, porque puede que conozcamos esa lengua, pero no lo suficiente esa lengua. A veces leemos un texto en otro idioma y ni siquiera entendemos lo que nos estamos perdiendo”.
Dicen los traductores que se trata un arte hecho de opciones y que no hay palabras que sean absolutamente inaccesibles para los hablantes de otras lenguas, porque las fronteras son porosas. “Las lenguas se separan y se acercan de forma más compleja de lo que pensamos. Además, cada palabra tiene un peso social e individual particular. Hay palabras con connotaciones regionales, y hasta de clase social”, dijo Neves.
Se trata de una práctica que está lejos de ser unívoca o sencilla, y por eso existe toda una disciplina al respecto llamada Estudios de Traducción. Esto porque la traducción es un arte con muchas más técnicas de las que se podrían pensar a simple vista. Los traductores pueden hacer algo más explícito, cambiarlo, importarlo, omitirlo: no se limitan a sustituir las palabras.
Todo lo demás tiene que ver con un fenómeno más amplio: “Las palabras muy arraigadas en una cultura y con historia específica siempre son difíciles de traducir. Por ejemplo ‘gaucho’. O también ‘sobremesa’: una palabra casi intraducible para las culturas que tienen una actitud demasiado utilitaria en las comidas”, reflexionó Mackintosh, sobre el español.
Garland identifica las palabras imposibles con aquellas que le dan más trabajo, y dice que hay miles de ellas: “A veces se logra dar un rodeo, agregar adjetivos o una breve descripción para dar la imagen que pide la palabra. Pero hay algunas que necesitan demasiada explicación. Hay dos libros maravillosos de Ella Frances Sanders— Lost in Translation I y II— editados por el Zorro Rojo, que dan cuenta de una cantidad preciosa de esas palabras imposibles, pero hay algunas mucho más comunes que me ocupan cada vez”.
Según ella, la lengua inglesa tiene una infinidad de verbos que en castellano solo pueden ser traducidos con alguna aclaración. Y ahí entra la decisión del traductor: “Son verbos con una descripción implícita, traducirlos es fundamental para mí porque hablan de la precisión de la mirada del escritor. Pero tengo que tener cuidado de que no quede todo enrevesado o complicado y agobiante en mi afán de ser fiel a la mirada del original”.
En general, el mismo ejercicio es visto de dos manera opuestas: como barrera o como punte. Y algo de esa dualidad está presente en la práctica cotidiana. Los traductores deben desconfíar de los textos y de su propia lectura y, así, acercarle al mundo las obras en otras lenguas.
Quizás por eso mismo, es que todos coinciden en que se trata de una actividad profundamente creativa: “En la traducción literaria está a disposición toda la paleta de la lengua, las palabras formales e informales, las construcciones de frases más usuales y las más raras, la jerga de las profesiones, las palabras nuevas, las viejas, a veces en tensión unas con las otras. El escritor también utiliza refranes, juegos de palabras, alusiones literarias y referencias culturales. El poeta, a su vez, utiliza las palabras de forma completa, creando efectos con el sonido, el ritmo, es decir, utilizando para ello la superficie del lenguaje. Y eso es exactamente lo que el traductor tiene que cambiar: la superficie”, describió Neves.
El de la traducción es, entonces, un oficio que tiene que ver con pulir la sensibilidad
Para Mackintosh, al traducir la literatura hay que estar muy atenta a imágenes clave que recurren a temas significativos que se desarrollan mediante nexos de palabras conectadas, a paralelos y a ecos. “Y traducir poesía, sobre todo si es métrica, es como hacer un crucigrama o un puzle. Primero la forma, y luego hacer que las imágenes quepan sin distorsionarla”, detalló.
Además, en la traducción literaria existe un fenómeno de constante retraducción: “El mismo libro se traduce a lo largo de los siglos porque las lenguas también cambian y los distintos traductores tienen soluciones diferentes ante el mismo problema”, dijo Neves.
El de la traducción es, entonces, un oficio que requiere un pulido de la sensibilidad. Así lo piensa Garland, para quien se deben captar una infinidad de matices que vienen con el texto original y encontrar el modo de conseguirlos en la propia lengua: “Yo no creo, como se dice comúnmente, que el traductor sea un traidor. Creo que está al servicio del escritor original, que está a su vez al servicio de algo que está más allá de él, una cadena de personas entregadas a algo que los excede: el lenguaje y el inconsciente, una dupla muy potente”.
Esa sensibilidad, ese cuidado de las lenguas, la atención al detalle y la dedicación, convierten al oficio de la traducción en una actividad amorosa. La única capaz de unir los mundos que, de otra forma, serían meras islas aisladas de lectores y escritores que hablan entre sí, escuchándose sólo a sí mismos, como reza la carta abierta de Jennifer Croft.