Antes de las redes sociales los romanos se comunicaban con inscripciones en bronce y piedra
La del Panteón de Roma es la inscripción romana con las letras más grandes hallada hasta la fecha y conservada completa. No se hizo durante la construcción sino que fue añadida después por Adriano y reza: “Marco Agripa, hijo de Lucio, cónsul por tercera vez, lo hizo”
En el Imperio Romano el relativamente elevado grado de alfabetización permitió desarrollar un particular medio de comunicación de masas: las inscripciones. Todos los aspectos de la vida (política, religión, sociedad y economía) se reflejaban en ellas y gran parte de la autoridad alcanzada por Roma en todos los rincones del Imperio se debió a su uso como estrategia de comunicación y propagandística.
Las inscripciones se convirtieron en símbolo del poder y la grandeza de Roma y en parte esencial de su identidad cultural.
Las inscripciones en bronce: una estrategia de comunicación política
La escritura como estrategia de comunicación política y difusión de las decisiones tomadas por los gobernantes toma forma en las inscripciones en bronce. Tablas con textos jurídicos y legislativos grabados en este material comenzaron a llenar las paredes de los espacios públicos más prestigiosos de las ciudades. El interés de las autoridades por la mayor difusión de estos epígrafes se refleja en uno de los fragmentos de bronce de la llamada Lex Irnitana (Ley del Municipio Flavio Irnitano) del siglo I, hallada cerca de Sevilla:
El dunviro (miembro del gobierno local) que en este municipio presida la jurisdicción haga que esta ley, en la primera oportunidad, sea grabada en bronce y fijada en el lugar más concurrido del municipio, de tal manera que pueda ser leída correctamente desde el nivel del suelo. (Lex. Irn. 95)
En Roma, la capital del imperio, muchas de estas tablas de bronce se exhibían en las paredes del Capitolio, lugar de máximo prestigio y templo principal de la ciudad. Podemos imaginar lo impactante que debía ser ver estos bronces brillando al sol en los muros del monumental edificio. Era tal el valor que estas inscripciones adquirieron que el emperador Vespasiano, tras el incendio que tuvo lugar en el Capitolio, ordenó volver a grabar las tres mil tablas de bronce que habían ardido, según cuenta Suetonio (escritor del siglo I).
Evidentemente, la estrategia de comunicación que parecía resultar fructífera en la propia capital se utilizó también para facilitar la introducción del poder romano en los territorios conquistados. El llamado “Bronce de Novallas”, hallado cerca de Zaragoza y datado en el siglo I a.e.c., es uno de los muchos testimonios de estos textos en bronce que encontramos en Hispania. Estos hallazgos nos muestran cómo las poblaciones locales, en este caso los celtíberos, asimilaron esta costumbre romana de grabar en bronce las disposiciones oficiales y exponerlas en público.
Pero, además, el “Bronce de Novallas” tiene una característica particular, ya que está escrito en alfabeto latino pero utilizando la lengua celtibérica y algún préstamo del latín. Esto evidencia la penetración de la lengua y escritura latinas en la vida diaria de estas poblaciones. La difusión del latín fue tal que en época imperial desaparecieron la mayoría de las lenguas locales previas a la llegada de los romanos.
Conmemoración para superar el olvido: las inscripciones en piedra
Al tiempo que las plazas públicas de las ciudades llenaban sus muros de inscripciones en bronce, símbolos del poder político y legislativo romano, las familias más prestigiosas financiaron la erección en estos espacios de monumentos para afianzar su poder social y económico: consistían en pedestales de estatuas de mármol o bronce con epígrafes que proclamaban los honores alcanzados por los homenajeados y que les hacían dignos de un espacio de prestigio como era el foro. El emperador o miembros de la familia imperial podían ser también destinatarios de dicho honor, otra forma de propaganda política que se extendió por todos los rincones del imperio.
Aquellos que no podían costearse estos monumentos en los espacios públicos recurrieron a los epitafios funerarios para lograr una cierta visibilidad, aunque fuera en espacios subalternos como las necrópolis. Estas se llenaron de inscripciones, unas breves, solo con el nombre del difunto y su edad de defunción, y otras con prolijos poemas. Todas estas instaban a los viandantes a pararse a leer al menos el nombre de la persona allí enterrada.
Estos textos grabados sobre la piedra son un reflejo del deseo de dejar constancia pública y duradera de la propia fama, o simplemente de la existencia. La cultura romana no creía en la vida después de la muerte. Por lo tanto la realización de estas inscripciones sobre materiales resistentes que perduraran era una estrategia para superar el olvido.
El imperio romano: un mundo alfabetizado
Estos textos iban dirigidos a la colectividad, por lo que es inconcebible que se realizaran sin contar con una comunidad lectora que los recibiera. La pérdida de la gran mayoría de testimonios de la cultura escrita, sobre todo la relativa a la vida cotidiana de las gentes comunes, dificulta establecer porcentajes de alfabetización.
La documentación conservada hace difícil poder dar una cifra estimada. Pero lo que nos ha llegado nos habla de la escritura como pieza clave y habitual no solo para la administración y la política romana, sino para la mayoría de los ámbitos de la vida cotidiana. La capacidad de leer y escribir, aunque fuera una destreza minoritaria, parece haber alcanzado una gran difusión en aquella época, seguramente no superada hasta la llegada de los tiempos modernos, del siglo XV en adelante.
La capacidad de expansión y perdurabilidad del Imperio romano hubiera sido imposible sin la escritura que, más allá de sostener las actividades militares, económicas y administrativas, empleada sobre soportes monumentales de piedra y metal servía como conmemoración para la posteridad.
Es cierto que al final de la Antigüedad el retórico Ausonio desconfiaba de las inscripciones como instrumentos de memoria duraderos: “¿Debemos sorprendernos de que los hombres hayan perecido? Sus monumentos se desmoronan, y la muerte afecta a las piedras y a los nombres inscritos en ellas” (Ausonio, Epitaphia, 32).
Sin embargo los centenares de miles de inscripciones monumentales latinas que conservamos de época romana, una cifra sin parangón en la mayoría de las demás civilizaciones urbanas, certifican que el objetivo quedó en gran parte conseguido.
Adela Duclos Bernal es Contratada Predoctoral Departamento Ciencias de la Antigüedad, Universidad de Zaragoza