Lo que no se quiso ver en el Congreso de la Lengua de Cádiz
Foto: Casa Real
Si la gran tarea de los que enseñamos literaturas hispánicas en Estados Unidos es deconstruir la imagen de condescendencia y la visión paternalista para poder recuperar la posibilidad de un diálogo horizontal con otros países y otras comunidades a los que nos une una experiencia histórica común, o al menos los relatos de esa experiencia, los autores que están en el centro de la identidad de la literatura en castellano, como el homenajeado Javier Marías o el supervisibilizado Pérez Reverte, imposibilitan ese trabajo. Bien por su diletantismo más o menos afectado, bien por su bravuconería sobreactuada, ambos, y los límites que representan, están completamente alejados de una sensibilidad política en la que las experiencias de la marginalidad o la derrota, o el estudio de la constitución de sociedades multiculturales —o mejor sería decir plurales—, son la medida del valor. Variantes del mansplaining, spainsplaining, que tanto te explica la Revolución mexicana como la guerra civil española sin estudiar un documento. Ambos forman parte de esa matriz condescendiente en la que se inscribe la percepción que los académicos españoles tienen de las culturas latinoamericanas, que es la última pero la más consistente supervivencia de la matriz amo/esclavo sobre la que se construyó —y se construye— retóricamente el discurso colonial. Mientras no se deshaga esa forma simbólica que para muchos de mis colegas españoles es invisible, no será posible ningún tipo de diálogo o de relación igualitaria dentro del campo.
Si además lo que se propone es un horizonte mestizo, en el que las diferencias acaben fundiéndose en un relato hispánico, que en última instancia es una representación política España-céntrica, muy poco podemos esperar de esta propuesta. Mucho más débil, además, que otros intentos de cambiar el marco de trabajo, como los estudios atlánticos, cruciales para entender por ejemplo la historia compleja de la cultura gallega, o los estudios ibéricos, cuyo proyecto implicaba desmontar la lógica territorial centralista implícita en los trabajos de los estudios de literatura clásica. Unas y otras propuestas se han ido desvaneciendo, salvo en casos muy aislados, y no han logrado modificar el plan de trabajo ni los planes de estudios.
Vistos desde esta perspectiva plural y compleja, el futuro académico de los estudios de literatura y lengua no parece muy prometedor. Se han ido consolidando escisiones, se han roto los puentes de comunicación, se ha ido perdiendo peso social y prestigio académico. Lo visto en Cádiz ha sido una autorrepresentación ciega al estado del campo, que no parece tampoco capaz de leer ni los límites ni los problemas de los discursos dominantes. No hay razón para tanta alharaca salvo que nos resignemos a ser soportes de la propaganda de las grandes marcas y palmeros de la Casa Real.