Megapalabras archisilábicas
Uno de los episodios más repetidos de la historia de Roma en los discursos políticos es la alocución de Julio César ante el Senado tras su victoria en la batalla de Zela. Así, como ejemplo máximo de claridad y concisión en la expresión lingüística, el experto orador condensó el espíritu de sus palabras en una fórmula directa y precisa: Veni, vidi, vici. Este tricolon (enumeración de tres términos) manifiesta una voluntad del emisor por la sencillez en la forma del mensaje a través de la selección de las palabras justas. Ni una concesión al estiramiento verbal pedante ni a la perífrasis laberíntica: economía del lenguaje pura y dura.
Cualquier ciudadano atento habrá notado que lo diáfano en todas las facetas de la vida no está de moda. Por ejemplo, si vamos a cenar a un restaurante con cientos de “me gusta” y decenas de comentarios elogiosos en las redes sociales y los portales especializados, nos encontraremos con un menú salpicado de circunloquios expresivos para elevar el precio de cada plato (“Sinfonía de verduras del tiempo con vísceras cocidas de pescado blanco” en lugar de las siempre deliciosas y simples “Huevas aliñás”); si paseamos por las calles de nuestra ciudad nos toparemos con algún cartel publicitario, con un anuncio cultural lleno de entusiasmo: “Próxima musealización de los restos arqueológicos del Castillo de San Jorge”; en los medios deportivos, algunos periodistas buscan a conciencia la frase larga como recurso expresivo: “El Betis aprovechó su distancia en el marcador para parapetarse en el área de defensa”. Según lo anterior, parece que para los más cultos del lugar no siempre menos es más.
En nuestras aulas, la situación no es muy diferente. Por un lado, nos encontramos con una masa de jóvenes adictos a la regla de “las cien palabras”. Así, las composiciones escritas de estos redactores centenarios no se caracterizan por la claridad ni la sencillez en el uso adecuado de los términos, sino más bien por la pobreza y la reiteración infantil. Por lo tanto, los enunciados son telegráficos y superficiales, sin el menor matiz semántico ni intención expresiva. Viven atrapados en la Arcadia expresiva de la niñez con un vocabulario funcional, destinado a las necesidades de supervivencia. Para que nos entendamos todos: no alargan las frases ni palabras, porque no pueden. ¡Oh, mundo cruel!
Sin embargo, un pequeño porcentaje de jóvenes (y algunos talluditos con gafas de diseño y varios Másteres del Universo) evolucionan hacia la búsqueda de un estilo de escritura, que los especialistas en la materia denominan “archiverbalismo”. Desde ese punto de vista, los emisores optan en la expresión escrita por este rasgo de modernidad expresiva por lo que, a menudo, defienden el concepto de la oración kilométrica, estructurada en perífrasis verbales y giros idiomáticos (“Ha explosionado un artefacto de fabricación casera” en lugar del enclenque “Ha explotado una bomba”). De esta forma, ellos experimentan el placer íntimo y personal de impostar una verborrea más típica de Cyrano de Bergerac que de un hablante en su sano juicio.
Sí, querido lector, hoy día en el estilo de redacción de muchos textos periodísticos y en la mayoría de los documentos públicos y legislativos, se ha impuesto una moda en los usos lingüísticos que busca conscientemente la palabra más extensa y florida en lugar del término conciso y pertinente. Este síndrome expresivo se conoce en los manuales de estilo como “archisilabismo” (Me posicioné, visualicé y archisilabé). Una especie de Cogito, ergo sum, pero desde una concepción burda y tramposa de la escritura: “Alargo la expresión hasta el infinito y más allá, luego me creo que soy hiperculto y lo más de lo más”.
Ante tal panorama expresivo, muchos filólogos alertan sobre los efectos perjudiciales que este trastorno provoca en los sufridos receptores del mensaje. En líneas generales, los síntomas más habituales son el dolor de cabeza persistente por el esfuerzo en la descodificación de las palabras y los ataques de ansiedad ante tanto alargamiento perifrástico de dudoso gusto fonético. ¡Ve al grano por Dios!
Consecuencia de estos desmanes lingüísticos, algunos hablantes se han organizado en asociaciones de afectados por la dictadura del estiramiento artificial de enunciados y palabros de nuevo cuño. Entre las legítimas reclamaciones, denuncian ante las instituciones académicas la afición por las megapalabras. Como botón de muestra, el estilo perifrástico prefiere los términos fértiles en sufijos como “peligrosidad” o “casuística” a los más simples y directos como “peligro” o “causa”.
Este vicio ha sido llamado también “sesquipedalismo”, formado por el latín sēsquĕ ‘una vez y media más’ y pĕdālis ‘que tiene el tamaño de un pie’, que significa ‘de un pie y medio’, para dar idea de un texto innecesariamente largo y ampuloso.
¿Se puede superar?
Sin duda, monstruo. No obstante, creo que mejor que yo, este concepto de mesura estilística te lo puede ilustrar un tal Horacio. ¿No sabes quién es? No, hijo, no es el delantero centro del River Plate, sino un poeta latino que defendía el justo medio en todas las acciones de la vida: “El que se conforma con su dorada medianía, no sufre ni vive bajo un techo que se desmorona, ni habita palacios fastuosos que provoquen la envidia”.
Consejo final
Sigue al pie de la letra los sabios consejos del bardo latino. No te imaginas cómo se las gasta con los listillos que se alejan de sus principios expresivos. Opta por lo original, lo diáfano, lo nítido, y deja para los amadores de lo obvio y aduladores de la nada la pompa expresiva. Siempre en la lengua, en el arte, y en la vida en general, menos es más. Consejo de colega. Vale.