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Sobre la pureza de las lenguas y la autoridad de las academias

Los hablantes son los únicos dueños del lenguaje

Ricardo Soca

Es posible determinar dentro de ciertos límites la “pureza” de un linaje, sea de caballos, de perros o tal vez incluso de algunos grupos humanos que han permanecido muchos siglos aislados, pero el lenguaje, por su propia naturaleza, escapa a ese tipo de mediciones.

Las lenguas son esencialmente impuras —eso forma parte de su naturaleza— y sus lábiles fronteras son fácilmente traspasadas apenas entran en contacto unas con otras, lo que es inevitable en el mundo actual.

Esto lo entiende y hasta cierto punto lo acepta hoy la Academia española, creada en 1714 con la misión de cuidar la pureza y “fijar” el castellano de aquella época, misión expresada en el lema Limpia, fija y da esplendor.[1] Este concepto lo podemos comprender, puesto que se corresponde con las ideas de una Europa en la que se terminaba de consolidar el concepto de nación, que tiene, entre sus pilares más fundamentales, la idea de la lengua nacional, que se considera un símbolo, al mismo nivel que la bandera o el himno nacional. La idea de la “pureza de la lengua” se asimilaba, en cierta medida, con la defensa de la patria y de los intereses nacionales, mientras que la penetración de vocablos extranjeros era sentida como una violación, que degradaba el lenguaje.

En el siglo XIX, la lingüística histórica descubrió que casi todas las lenguas de Europa, desde el cabo Finisterre hasta la India, procedían de un tronco común —el de los pueblos prehistóricos indoeuropeos— y que se fueron diferenciando a lo largo de muchos siglos, idea que echó por tierra la noción de pureza, un concepto hoy ajeno a la ciencia lingüística.

La Academia Francesa, nacida casi un siglo que antes que su homóloga española, a la que sirvió de modelo, sigue, sin embargo, defendiendo vigorosamente hoy la “pureza” y condenando “extensiones de sentido abusivas”, desconociendo que el significado de las palabras va cambiando, lenta e imperceptiblemente a lo largo de los años. La web de la Academia Francesa presenta una página titulada Dire, ne pas dire  (Decir, no decir), en la que se muestra en una columna Dire la forma considerada “correcta” y otra Ne pas dire la forma calificada como “incorrecta” o “abusiva”.

El problema es que nadie tiene la autoridad de dictaminar lo que es correcto y lo que es incorrecto o abusivo, excepto los hablantes, únicos dueños de la lengua, quienes, en el uso, van determinando cuáles son las formas correctas y cuáles los significados reales de las palabras.

A las academias solo les cabe la función meramente notarial de recoger el habla de la gente y describirla en gramáticas y diccionarios, aunque esta tarea a veces la cumplen a desgano y con cierta lentitud. Veamos, por dar un ejemplo, la palabra bizarro. La abrumadora mayoría de los hispanohablantes de menos treinta años se sorprende cuando alguien les dice que significa ‘valiente’, ‘generoso’, ‘lucido’ o ‘espléndido’, que eran las únicas definiciones incluidas hasta la última edición en papel del diccionario académico (2014). Actualmente, en la versión online del mismo diccionario, figura también una nueva acepción, con el significado de ‘raro,  extravagante, fuera de lo común’, que es la única que conocen los jóvenes.

Las academias en el reloj de la Historia

El lenguaje, como sabemos, es una facultad biológica y social que solo han alcanzado los seres humanos, no se sabe exactamente desde cuándo, pero se conjetura que desde hace unos 150.000 o 200.000 años.

Esto significa que, si comprimiéramos ese tiempo en un lapso de solo veinticuatro horas, tendríamos que la Academia Francesa habría sido fundada a las 23:56’47” h, y su émulo madrileño lo habría sido a las 23:57’26” h (Tomé base la cifra de 192.000 años para facilitar los cálculos).

Esto significa que los seres humanos emplearon el lenguaje durante el 99,91% de su tiempo en el planeta sin necesidad de que nadie les dijera “esto se dice así, que es lo correcto” o “esto no se dice asá, que no es correcto”, ni “tal palabra tiene este significado porque lo decimos nosotros, y no aquel, que es el que ustedes le atribuyen”.

En el siglo XX, el lingüista rumano Eugenio Coseriu definió la norma lingüística, no como un sistema de reglas establecidas por una autoridad, sino como el “conjunto formalizado de las realizaciones tradicionales del sistema” lingüístico, es decir, los usos reales de una comunidad lingüística, de los cuales los gramáticos podrán extraer regularidades y describirlas en un libro, pero siempre serán apenas meras descripciones sujetas a cambios por decisión del conjunto de los hablantes.

 

 

 

 

 



[1] Este lema fue cambiado por la Academia Española a Unidad en la Diversidad, que se aviene mejor con las necesidades actuales de la política externa española y de las empresas trasnacionales con sede en la península ibérica.