Una apología de las llamadas «malas palabras»
Una apología de las llamadas «malas palabras» emprende aquí el periodista argentino Eduardo Dermirossián con el buen humor que caracteriza sus textos: «Hoy vengo a hacer el elogio de las malas palabras. O, cuando menos, a aligerar su carga ominosa. Vengo a levantar la bandera de la libertad de palabra más alto que Mendieta, el ilustre perro de Inodoro Pereyra, a celebrar la libertad de expresión en la más espontánea de sus formas: irrumpir desde las entrañas del hablante y dar con estrépito en el rostro del oyente. Hoy quiero cobrar venganza por la gazmoñería de mis maestros que, no contentos con amonestarme cuando apostrofaba a mis compañeros de banco, fastidiaban a mis padres con malas anotaciones en mi cuaderno. Quiero ejercer mi derecho de hablar como mejor convenga a mi ánimo, variable como el viento, espiralado unas veces hacia arriba y otras hacia abajo, y casi siempre desafiando las reglas RAE», según declara con encendido fervor.
Eduardo Dermardirossian. Alainet.org
Hoy vengo a hacer el elogio de las malas palabras. O, cuando menos, a aligerar su carga ominosa. Vengo a levantar la bandera de la libertad de palabra más alto que Mendieta, el ilustre perro de Inodoro Pereyra, a celebrar la libertad de expresión en la más espontánea de sus formas: irrumpir desde las entrañas del hablante y dar con estrépito en el rostro del oyente. Hoy quiero cobrar venganza por la gazmoñería de mis maestros que, no contentos con amonestarme cuando apostrofaba a mis compañeros de banco, fastidiaban a mis padres con malas anotaciones en mi cuaderno. Quiero ejercer mi derecho de hablar como mejor convenga a mi ánimo, variable como el viento, espiralado unas veces hacia arriba y otras hacia abajo, y casi siempre desafiando las reglas RAE.
Pero antes de iniciar esta alabanza debo reconocer el territorio enemigo para después transgredir sus límites. El diccionario de la Real Academia Española no incluye la expresión mala palabra; sí incluye otras como palabra gruesa (dicho inconveniente u obsceno) y palabra picante (la que hiere o mortifica a la persona a quien se dice). Y enseña que las buenas palabras son las expresiones o promesas corteses dichas con intención de agradar y convencer.
Va de suyo que esos doctos señores nos quieren corteses y adulones. No les importa la salud personal de los hablantes que sufragan sus enconos en las arcas de los psicoanalistas, no les importa la salud social de las multitudes, que unas veces quieren vomitar su descontento con los gobernantes y otras quieren ser obsequiosos con los árbitros del fútbol. No saben los mandamases de la lengua que una gresca matrimonial puede saldarse con una palabrota a cambio de un trompis o de un descuartizamiento. Ellos te dicen que debes agradar y convencer, nunca utilizar la mala palabra, calmante y sanadora.
Para mi consuelo he sabido que la Academia Argentina de Letras, desoyendo los consejos de aquellos capitanes de la lengua, inició una campaña de desobediencia filológica*. En su catálogo de argentinismos incluyó unas voces que no encontrarás en el mataburros oficial de la lengua, entre ellas, algunos de los más lucidos improperios que se recitan en el Río de la Plata y sus arrabales.
Fontanarrosa
El empeño de este disparatador rosarino, amigo del fútbol y de las malas palabras, merece un lugar en estas columnas. Corría la primavera argentina de 2004 y a orillas del Paraná se celebraba el III Congreso de la Lengua. Junto a los más ilustres cultores del buen hablar, ocupaba un sitio el benemérito humorista y hombre de malas letras que titula este capítulo.
Y fue precisamente su discurso, dicho en la sesión de cierre, el que quedó en la memoria de todos, de los ilustres académicos y de los curiosos, de los escritores afamados y de los cagatintas. “Yo, dijo Fontanarrosa, como casi siempre hablo desde el desconocimiento, me pregunto por qué son malas las malas palabras, quién las define como tales y por qué […] ¿O es que acaso las malas palabras les pegan a las buenas? ¿Son malas porque son de mala calidad, cuando uno las pronuncia se deterioran?” Y cuando el auditorio –jocundos unos por el dislate e iracundos otros por la blasfemia- parecía recuperar su compostura, el disertante arrojó el guante: “Yo pido que atendamos a la condición terapéutica de las malas palabras. Mi psicoanalista dice que es imprescindible para descargarse, para dejar de lado el estrés y todo ese tipo de cosas. Lo único que yo pido (no quiero hacer una teoría) es reconsiderar la situación de estas palabras. Pido una amnistía para la mayoría de ellas […] Integrémoslas al lenguaje, que las vamos a necesitar”.
En este punto no puedo dejar de preguntarme por qué los hombres habíamos de necesitar las malas palabras. Porque son terapéuticas, en opinión del psicoanalista mentado, porque son un tesoro filológico que no puede ser reemplazado: “no es lo mismo decir que una persona es tonta o zonza que decir que es un pelotudo”. Y porque admite una estructura logarítmica rigurosa, al igual que los más precisos conceptos de la lógica. Dice un autor anónimo que profundos estudios lingüísticos y filológicos han revelado que ciertos giros populares del Idioma castellano siguen una rigurosa estructura matemática. El lector podrá verlo en el cuadro adjunto.
La familia rioplatense
Así como el maledicente rioplatense ha acuñado el verbo putear para nombrar los numerosos exabruptos soeces derivados en un sustantivo que suele aplicarse a la rama materna del oponente, también ha creado un ámbito amable para reunir a quienes merecen su afecto. Con ese propósito los ha designado con el patronímico bolú, que vale ora como sustantivo común, ora como sustantivo propio, como apellido familiar.
Este es un caso en el que la palabra, ese atributo humano que unas veces elogié y otras desdeñé, abandona su significado literal para, primero, adquirir un sentido insultante, y después designar a quienes merecen afecto. Una familia que más allá de su origen diverso ha encontrado una palabra que reúne a sus miembros y los remite a Adán, ese padre común que, por haber sido amasado en la antigüedad, sólo ha conocido la carga ominosa del sustantivo en cuestión.
Algo más hay que decir a este respecto, y es que los argentinos somos generosos. Hemos salido al mundo para enseñarles a todos los hombres, a todas las naciones, el efecto sanador de las palabras malas. Quizá un gremio se sienta afectado por tamaña generosidad, el de los psicoterapeutas. Pero ellos buscarán otros modos de subsistencia, lejos del diván y de sus lucubraciones y requiebros porque, como se dijo, las malas palabras sanan por sí, sin el auxilio de Freud, de Lacán y de sus acólitos. Sanan a muchos a expensas de pocos.
Malhablantes o malvivientes
Además, el uso de las malas palabras tiene ventajas que no han sido dichas todavía. Ellas permiten una gradación hacia lo más y lo menos que es compatible con las sutilezas del espíritu. Permiten recorrer la genealogía materna, fraterna y conyugal hasta el cuarto grado de consanguinidad, tercero de colateralidad y primero de afinidad. Madres, abuelas, trasabuelas, tías, hermanas y esposas suelen ser ornadas con ajustados epítetos. Medias tintas justicieras que no caen en la chocantería bocayriverista.
Esa cualidad de nombrar lo sutil, de hurgar en la genealogía y establecer el lugar justo que le corresponde a cada quien, es propia de quienes saben distinguir lo uno de lo otro. Los malhablantes son personas que, más allá de las mandas académicas, califican con precisión al oponente y conocen las más finas diferencias, lo que escapa al rigor libresco. Son diestros puteadores que iluminan la verdad sin vueltas ni remilgos, sin tardanza, así, con un solo haz de luz, con la palabra justa.
Cuestión de género
Lo he dicho: la mala palabra rioplatense siempre alude al género femenino. No existen, que yo sepa, malas palabras que se atribuyan al padre, al hermano o al tío del otro.
Este talante discriminatorio me puso en aprietos y estuve a punto de desistir de escribir esta alabanza. Pensé que en este tiempo de igualamiento de los géneros no se justifica excluir a la ascendencia masculina de la nomenclatura prosaica, que así como las mujeres ahora votan y gobiernan y trabajan y escriben y van al fútbol y a los bares, también los varones deberían ser sujetos pasivos de los calificativos procaces, la ascendencia masculina del oponente también debería merecer las mil y una sutilezas de que es capaz la maledicencia femenina. Y entonces decidí acometer la obra. Porque las malas palabras que generosamente se prodigan en ambas costas del Río de la Plata son el producto del machismo inveterado que cultivamos y nos empeñamos en sostener, porque los varones hemos agotado el repertorio de las malas palabras atribuidas a las mujeres. Entonces ¿no es llegado el tiempo de que las congéneres de Eva fatiguen su mollera para decir qué galas ornarán a los hombres y a sus ascendientes y colaterales masculinos?
Este no es un manifiesto feminista. Es la reflexión de alguien que, afecto al mal hablar, debe sufragar su gazmoñería en la prisión que la Real Academia Española construyó con 87.000 palabras solventadas por un banco de datos de 400 millones de registros sincrónicos y diacrónicos y un fichero de 14 millones de papeletas léxicas y lexicográficas. Estos datos, recogidos a comienzos de 2008, no alcanzan para disuadirme de escribir este elogio de las malas palabras.