Artefactos, lenguaje y simbología
Punta de flecha, un artefacto prehistórico
Una punta de flecha es un artefacto. También lo es un arado, un botijo o un desfibrilador. Todos ellos parten de un geofacto, o sea, de una materia prima tal como nos la ofrece la naturaleza para acabar siendo un útil, tras pasar por las manos de un individuo que elabora y hace uso de dicho utensilio con el fin de facilitar su propia existencia o incluso para sobrevivir. Es decir, después de pasar por la habilidad de sus manos y la capacidad comunicativa de su boca. Esto último viene a colación de que cada vez hay más teorías bien cimentadas, empíricamente probadas, sobre la relación inequívoca del surgimiento y desarrollo del leguaje con la elaboración de artefactos y, así mismo, todo ello acompañado de una cuantiosa expresión de simbologías, cuyas representaciones no han dejado de llevarse a cabo y manifestarse hasta nuestros tiempos.
Conviene reflexionar sobre ello teniendo en cuenta que las diferentes etapas de progresos tecnológicos no son inocuas. No se trata de que un homínido domine el fuego para dormir más calentito sin más consecuencias, sino que esa habilidad cambiaría al propio sujeto para siempre. A partir de este hito, el hombre deja de ser lo que era para convertirse en un ser vivo que duerme de manera distinta, más relajado, al sentirse protegido ante los depredadores, tiene más tiempo para “soñar”, más vivencias oníricas, obtiene una perspectiva diferente del ciclo diario (dispone de luz por la noche), se congrega alrededor de la lumbre con su grupo, con todas las implicaciones de comunicación e identidad tribal que ello conlleva. Acabará por perfeccionar la combustión del fuego (lo que a su vez redundará en la elaboración de nuevos artefactos de cerámica, cobre, bronce…) y cocinará sus alimentos.
Una alimentación diferente supone, así mismo, un cambio fisiológico y mental de una envergadura transcendental. “Somos lo que comemos”, que diría el filósofo y antropólogo alemán Ludwig Feuerbach (esto nos debería hacer pensar en la más que probable regresión que estamos advirtiendo hoy por hoy en nuestra sociedad). Lo mismo podríamos aducir sobre un universo de símbolos que desemboca en los primeros balbuceos de escritura en Mesopotamia. Dicha actividad tuvo por fuerza que suponer un cambio en la forma de ordenar y pensar las ideas, de concebir el mundo que nos rodea, de instaurar, insistimos, otro tipo de ser humano que creó signos y listados para apuntalar su nueva actividad como ganadero y agricultor. Más tarde introduciría la imprenta, catapulta de una nueva sociedad avocada a la Revolución Industrial y a la difusión cibernética y computarizada, repleta de nuevos símbolos e iconografía: la red informática mundial (www: world wide web), cuyas ventajas e inconvenientes aún están por ver, aunque no podemos soslayar el hecho de que ha provocado un cambio radical, repentino e irreversible en nuestro estilo de vida.
Los paralelismos entre la elaboración de utillaje y el origen del habla son evidentes. En todo caso, se podría debatir si es este el único motivo causal del habla, aspecto ante el que muchos autores discreparían, haciendo hincapié en la atracción sexual y la necesidad de llamar la atención por medio de la voz y el lenguaje metafórico para seducir a la persona deseada: “(…) los pies saltaban de alegría, el gesto contenido no bastaba, la voz acompañaba a los acentos apasionados, el placer y el deseo confundidos juntos se hacían sentir a la vez.” (“Sobre el origen de las lenguas”, J.J. Rousseau).
Dejando a un lado esta cuestión, podemos partir de esta base: tanto la manipulación creativa como el habla se llevan a cabo por medio de órganos que en principio no estaban “diseñados” para tal fin. Más bien se trata de “funciones sobreimpuestas sobre órganos especializados en otros usos” (Honorio Velasco).
Dichas nuevas funciones implican una modificación anatómica y desarrollo de las extremidades superiores (sobre todo de las manos), de la boca y de una laringe cuyo estructura y posicionamiento es único en el reino animal. Aunque, y quizá lo más importante, tanto la manipulación para crear objetos como la vocalización responden a destrezas mentales parecidas: si bien el lenguaje coloca y ordena sílabas jerarquizadas, que forman palabras, que constituyen frases e ideas; también un artefacto, partiendo de un geofacto, conlleva una serie de etapas ponderadas, de elementos emparejados y compuestos que dan lugar, por ejemplo, a una flecha con punta de piedra.
Estos artefactos obedecen a una “forma impuesta” y deliberadamente conservada, dependiendo del horizonte cultural a que pertenezcan, tal como ocurre con los estilos pictóricos y símbolos que se desarrollan en paralelo, también representados en enclaves semejantes y seleccionados, en los que se adivina cierta intención y parecidas peculiaridades.
Llama la atención la cantidad de artefactos que surgen en excavaciones sobre los que no se observan huellas de uso, lo que refuerza su carácter simbólico, invalidando en muchos casos su fin utilitario. De hecho, cuanto más abundante y variada es la gama de artefactos, más apremiantes les parece a los seres humanos estas representaciones pictóricas y la consiguiente eclosión de símbolos (Pfeiffer, 1982), muchos de los cuales han llegado hasta nuestros días.
La habilidad manual y el lenguaje, ambos dependientes de unos mecanismos de pensamiento similares y el desarrollo cerebral que ello implica, se asumen como actividades que interactúan y que progresan íntimamente ligadas. Durante las últimas décadas ha habido avances significativos en cuanto al conocimiento sobre los mecanismos y fundamentos del Pensamiento Universal.
Este concepto cuesta armonizarlo con el principio antropológico de la diversidad cultural. A pesar de que, como afirma Ángel Díaz de Rada, “el ser humano es un animal creador de diversidad cultural”, la teoría del Pensamiento Universal demuestra cómo sociedades separadas por miles de kilómetros enseñan a sus niños las secuencias y segmentaciones narrativas (secuenciación también necesaria para la elaboración de artefactos) por medio de breves relatos, dichos, fábulas del tipo: “este dedito compró un huevito, este lo cocinó, este le echó la sal, este lo probó, y este pícaro gordo ...”, ya sea en nuestro país o en una remota isla del Pacífico. No menos fusionado se considera el surgimiento del habla con la simbología visual. En Europa o en la Península Ibérica, sin ir más lejos, se encuentran inmejorables ejemplos con dataciones superiores a los 40.000 años.
Contrastar aquellos tiempos prehistóricos con sociedades actuales de características y medios de subsistencia similares, entraña riesgos a la hora de obtener conclusiones contundentes. Sin embargo, parece lógico deliberar que del mismo modo utilizaban aquellas culturas su propio cuerpo (de inmediato acude a nuestro pensamiento las copiosas representaciones de antropomorfos esquemáticos) como modelo y soporte de símbolos en danzas, ceremonias y rituales (ritos de paso comparables a nuestro bautismo, primera comunión, matrimonio, funeral, etc.). De igual forma, estos símbolos daban sentido a la ceremonia, aglutinaban a la colectividad al participar en rituales que de alguna manera procuraban pertenencia y complicidad de un pueblo, que está capacitado para “descodificar” esos símbolos, tanto los corporales (también adornos y cos-mética) como los “exteriores” (Sabater Pi) representados en cuevas y fara-llones rocosos.
Son conscientes de que dichos símbolos resultan fundamentales para una transmisión práctica y segura de las normas de com-portamiento dentro del grupo, de creencias religiosas, de leyendas mi-tológicas, de jerarquía social, de identidad y unidad. Unidad e identidad que les refuerza y protege, al tiempo que marca las diferencias ante otros colectivos con distinta simbología y, por tanto, se podría presumir que se comunican con una lengua diferente.
Quizá nos hemos dejado llevar en las últimas líneas por una hipótesis difícil o imposible de probar científicamente, pero puestos a conjeturar se nos hace plausible suponer que buena parte de las representaciones simbólicas, como las pinturas esquemáticas plasmadas sobre innumerables enclaves de nuestra geografía, responde a un lenguaje, incluso a unas articulaciones fonéticas concretas, cuyo significado compartía y comprendía aquella comunidad. Una escritura en ciernes, todo un universo simbólico a descifrar, que nos permite conocer mejor a nuestros ancestros, que es como decir a nosotros mismos.